viernes, 29 de octubre de 2010

UNA TÍMIDA APROXIMACIÓN AL ESPINOSO ASUNTO DE LA INMIGRACIÓN



Hace unos días Iñaki Gabilondo entrevistaba al prestigioso sociólogo francés de origen argelino Sami Nair sobre el espinoso asunto de la inmigración y me impresionó la claridad con la que este se expuso sus ideas. Dejó claro que el fenómeno de la inmigración es imparable y que, nos guste o no, tenemos que aceptar una realidad: la sociedad europea de los próximos tiempos será una sociedad en la que el mestizaje resultará más ostensible.

Cómo gestionar esta realidad sin provocar conflictos graves y sin desvertebrar y desvirtuar nuestras sociedades abiertas es un problema que hay que afrontar.

Nair apunta unas ideas que, a mi juicio, son certeras y que van en la línea de considerar que en su realidad existencial, la inmigración es un fenómeno individual y que lo que el inmigrante busca es su integración en el proceso de movilidad social del país de acogida. Esto no significa que olvide su origen o su condición, sino que el hecho de emigrar sólo tiene sentido para él si le permite cambiar de posición social.

Se trataría, pues, de evitar tratarlo como un indiferenciado componente de un grupo homogéneo "distinto" al de la sociedad de acogida, marginándolo por la posición social, la lengua, las costumbres y, finalmente, el derecho. Hay que hacerle sentir, por el contrario que su condición de inmigrante es provisional y que la sociedad receptora tampoco es un grupo homogéneo, una comunidad orgánica cerrada, en la cual los individuos están subordinados a la unidad de la identidad común.

Sí es necesario definir con claridad que la cuestión de la inmigración es ante todo una cuestión de derechos y deberes. El inmigrante puede elegir entre asimilarse o conservar su especificidad, siempre que ésta respete los derechos y deberes. En cambio, el único espacio en el que la identidad debe estar fundamentada en derecho es el espacio político. El Estado tiene el deber de recordar que los preceptos jurídicos, al igual que los derechos, obedecen a la existencia de valores políticos comunes, superiores a la diversidad de cada uno en el ámbito privado.

En efecto, el punto de vista del Estado democrático es que la identidad no se define en función de la cultura propia, de la etnia, de la confesión, sino en relación con lo que los antiguos griegos llamaban 'la humanidad política' del hombre, su ciudadanía. Esta situación obliga al Estado a transmitir su lengua, sus códigos y sus normas al ciudadano; de este modo, pone a su disposición los vehículos indispensables para la integración y favorece el acceso al 'Nosotros' común. Por tanto, lo que conforma el vínculo de identidad es, más allá de la diversidad de los humanos, el sistema de derechos y deberes que nos vuelve iguales en el espacio público respetando la singularidad en el espacio privado. Hay que distinguir entre inmigración y pertenencia cultural, hay que liberarla de los sobrios y nefastos prejuicios del 'origen'. Es la mejor forma de pararle los pies al estallido incontrolable de la violencia racista.

Seguiremos reflexionando sobre un tema complejo y crucial.

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