jueves, 7 de octubre de 2010

LITERATURA Y CIENCIA: Reflexiones sobre un viaje en espiral (II)

La disputa de los espacios

El desarrollo de la Ciencia en términos de las pautas enunciadas por Galileo, su exploración cada vez más amplia de territorios ocultos hasta entonces por las brumas del misterio y poblados por la fantasía, —para la que no es fundamental lo cierto o lo incierto—, con criaturas a menudo fabulosas, ha tendido una repercusión profunda en el ámbito de los literario.

Es este desvelamiento del misterio el que hace exclamar a Keats:

No vuelan todos los encantos
al menor roce con la fría filosofía
Hubo una vez un terrible arco iris en el cielo
conocemos su genero su textura
ella pertenece al tosco catálogo de las cosas comunes.
La filosofía cortará las alas de un ángel
Conquistará todos los misterios mediante la regla y la línea
Vaciará el aire de fantasmas y la luna de gnomos
Deshilachará el arco iris


Quizás solo se trate del lamento de un poeta incapaz de captar los nuevos espacios de fascinación que la Ciencia entreabre, aunque más bien parece el grito de alguien íntimamente convencido de que no existe literatura sin nubes, sin misterio.

Al lamento del poeta se contraponen las, a menudo, apasionadas quejas del científico que nos interroga: ¿Acaso no nos turba y emociona el tener conciencia de que somos “polvo de estrellas”? ¿No nos sentimos extasiados al saber que mirar a lo lejos, en el insondable Cosmos, es recrear el pasado? ¿Acaso no existe poesía en el hecho de que el espacio actúe sobre la materia diciéndole como moverse y a su vez la materia reacciones sobre el espacio indicándole como curvarse? ¿No hay, en suma, belleza en las ecuaciones que plasman las leyes de la Naturaleza?

Cierto es, sin embargo, que la invasión, por la Ciencia, de los espacios en los que antes señoreaba la Literatura ha tenido una profunda repercusión sobre el escenario del relato literario que se ha visto obligado a replegarse hacia zonas que la milicia científica aun no ha conquistado.

Significativa es, en este sentido, la mutación que se ha producido en el espacio de la aventura humana.

En un mundo en el que la técnica, —con su asombroso despliegue de recursos—, ha convertido los misteriosos espacios del mar, la jungla, el desierto, etc., en una prolongación de la sala de estar y sustituido al aventurero de antaño, al explorador de tierras ignotas, por los eficientes y asépticos operadores de sofisticados ordenadores o, en todo caso, por los teledirigidos y telecontrolados astronautas. Poco espacio parece quedar en el mundo literario actual para la novela clásica de aventuras.

No existe aventura sin amenaza. Tampoco es posible la aventura sin héroe. Es el carácter cambiante de esta amenaza, que la Ciencia ha modificado tan sustancialmente, lo que permite entender la evolución del género.

En la novela clásica de aventuras la amenaza es fundamentalmente humana o, en todo caso, proviene de una Naturaleza hostil y desconocida; la galería de malvados es amplia y los desafíos de una Naturaleza no domesticada son múltiples.

La impenetrable jungla, el ardiente desierto o el insondable mar escondían misterios aparentemente inagotables y constituían el territorio idóneo para que se desatara la fértil imaginación del narrador; la novela clásica de aventuras atrapaba a un lector ávido de sensaciones y con una virginal capacidad de asombro.

En estos territorios, mágicos en cierta medida, los héroes libraban batallas en las que era posible salir airoso porque la amenaza y el peligro, aunque grandes, no resultan insuperables. La paulatina domesticación del mundo natural, la exploración total de la tierra, el creciente desarrollo de la técnica, la producción de armas con capacidad de destrucción total y el control creciente de los individuos por un poder incontrolado, exigió la búsqueda de nuevos espacios ignotos y revalorizo amenazas de otro tipo, —más deshumanizadas—. La aventura y el carácter del héroe han sufrido una mutación considerable.

Es cierto que existen mundos por describir, —la saga de las novelas de Ciencia-ficción así lo atestigua—, pero el aura mágica de novelas como 20.000 leguas de viaje submarino, Viaje al centro de la Tierra y tantas otras del ciclo verneano de los Viajes Extraordinarios ha desaparecido ahogada en la gelidez y precisión de los Centros de Control de las estaciones de lanzamiento de astronaves. Los viajes de aventuras son, en nuestros día, planificados y dirigidos por ordenador y en ellos no parece haber espacio para la individualidad. El héroe, —ese elemento de identificación al que el lector desearía suplantar—, resulta poco creíble y sin él no hay aventuras digna de ser vivida o relato de aventuras merecedor de ser leído.

En este mundo, crecientemente tecnificado, en el que el holocausto deja de ser algo remoto para convertirse en amenaza cercana, el optimismo perceptible en los relatos clásicos de aventura del siglo pasado va cediendo hasta desaparecer, mutado en un sinsentido, —la comparación entre Verne y H.G. Wells u otros autores más recientes es ilustrativa.


Solo parece haber espacio para la desesperanza y el horror


La aventura se ha transformado así en algo de “poca monta”, su espacio se ha reducido a la urbe amenazadora y el héroe, —un personaje corriente—, es un ser desengañado y escéptico que se limita a hacer su trabajo porque “nada puede realmente cambiarse”. La novela negra policíaca es hoy uno de los reductos donde la aventura es aun posible. El héroe sin embargo nada tiene que ver con el de antaño.

Esa sensación de desesperanza a la que antes aludíamos explica también otro de los ámbitos en los que se ha refugiado el relato de aventuras: el mundo de la magia que se localiza en habitats inconcretos y en una Edad Media, también inconcreta, poblada por extraños seres de naturaleza fabulosa y extraordinaria, frente a los que combaten héroes de acentuada individualidad.

Después de un falso espejismo creado por una visión optimista del progreso científico, la imaginación ha tenido que refugiarse en el terreno de lo irracional, creando un nuevo Cosmos Mítico.

A veces se desliza la sospecha de que el literato no es capaz de comprender el especializado lenguaje de la nueva ciencia, ni de dominar con soltura sus sutiles ideas-fuerza, —tan alejadas del sentido común y de la experiencia accesible—. La Ciencia como protagonista de la fabulación resulta imposible.

Reafirmando esta sospecha, podría apuntarse aquí la reflexión que Michel Butor hace al referirse al género de la Ciencia-ficción: La huída hacia los planetas y las épocas ultralejanas, que al principio parece una conquista, encubre en realidad la incapacidad de los autores para imaginar de un modo coherente, conforme a las exigencias de la Ciencia, los planetas o épocas más próximas. Del mismo modo, la adivinación de una Ciencia futura aporta, sin duda, una gran libertad; pero pronto se echa a ver que constituye ante todo un desquite de los autores contra su incapacidad para dominar el conjunto de la ciencia contemporánea...

Se acabaron los tiempos en los que la vulgarización de la ciencia era comprensible para el publico medio.

Los lamentos de Keats, las quejas de Feynmann o las reflexiones de Butor olvidan la dificultad que existe para convertir en inteligibles los ámbitos de realidad desvelados por la Ciencia moderna. Olvidan, como recuerda Max Delbrück en su iluminador libro Mente y materia, que: [...] La mente y sus categorías son una adaptación para afrontar la vida en el mundo real de dimensiones intermedias, el mesocosmos. No es pues sorprendente que muchas de nuestras categorías no nos sirvan o hayan de ser modificadas cuando nuestro afán de conocimiento se dirige a lo mínimo y a lo instantáneo como en el mundo de la física atómica y de partículas –microcosmos- o a lo inmenso y a lo duradero como en cosmología o evolución -macrocosmos.

La racionalización creciente, alentada por la Ciencia, ha ido reduciendo no sólo el espacio de la aventura sino también el espacio global de la Literatura que, después de haber poblado un mundo de ficción que se extendía por todo el Cosmos, se ha visto obligada a replegarse al espacio de la cotidianeidad, prosaicamente urbana, o al aún más reducido (pero inexplorado) espacio interior humano.

La novela, cuya pretensión según Milan Kundera no es otra que escudriñar la vida concreta del hombre, protegerla contra el “olvido del ser”, mantener “el mundo de la vida” bajo una iluminación perpetua..., se ha ido convirtiendo poco a poco en una crónica de la soledad humana, en un mundo cada vez más ajeno y hostil en el que el hombre se cosifica e incluso se convierte en abstracción.

¿No es perceptible este proceso en buena parte de la mejor novela europea?

Un sutil vinculo enlaza la obra de muchos de los más lógicos testigos de nuestra época, coautores de una literatura —y en especial de una novela— que es en gran medida un inventario riguroso de las impotencias humanas.

La sociedad, transformada en algo sin rostro, en maquinaria inexorable sin atisbos de humanidad, tritura a innominados personajes que acaban por aceptar el horror inevitable.

Oskar, en El tambor de hojalata, se niega a crecer porque en el mundo de los adultos no existe lugar para la fantasía y sus gritos de rabia y rebeldía sólo son capaces de hacer añicos los vidrios de los edificios que más tarde poblarán ratas.

La Odisea, el viaje de(l) Ulises, solo es posible en el espacio interior porque el hombre ha sido desalojado de un mundo en el que el tiempo se ha fragmentado perdiendo su carácter absoluto.

La desesperada búsqueda de arquetipos a los que ajustar una individualidad imposible, la de El hombre sin atributos, recorre las peripecias de Los sonámbulos, Pasenow, Esch y Huguenau

Podemos entender así el desarrollo de una novela “sin sentimientos”, testimonio de una época y de una región del planeta en la que no hay demasiado espacio para la fantasía y en la que los universales invaden el ámbito de lo concreto.

Lo real-maravilloso encuentra su campo fértil allí donde aún son posibles los sentimientos y generará una literatura cálida, barroca y exuberante, pero en gran medida “vieja”. Explorar este tema nos llevaría demasiado lejos de lo que es nuestro motivo central pero no hemos podido resistir la tentación de dejarlo apuntado.


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