lunes, 27 de agosto de 2012

RECUERDOS DE UN LECTOR (A VECES) COMPULSIVO ( y III)




Aunque ya había cursado dos años en la Universidad de La Laguna mi inmersión en la agitada vida estudiantil del antifranquismo comenzó de hecho en las aulas de la Complutense. De esta historia hablaré en otro lugar pero sí quiero consignar aquí, en lo que a lecturas se refiere, que mi estancia en la casa de Micaela Pi, mi patrona en la Villa y Corte, me permitió devorar todas las obras de Tarzán que, recuerdo, guardaban en un armario y que, también durante ese primer año, descubrí las librerías de viejo de la Calle S. Bernardo, la mítica Cuesta de Moyano –a la que peregrinaría con asiduidad desde entonces– y un puesto callejero, a la salida del metro de Argüelles, donde se ofertaban, en abigarrada muestra, ediciones resumidas de El Capital o El origen del hombre junto a ejemplares de Mi lucha.



 Es esta, también, la época del boom de la literatura sudamericana, del descubrimiento y la compulsiva lectura de Cortázar, Vargas Llosa, Rulfo, Carlos Fuentes, García Márquez y tantos otros. Devoré entonces, con pasión al tiempo que con cierto sentimiento de culpa por las horas que robaba al más descarnado y frío atractivo de las asignaturas científicas, Rayuela, La casa verde, La muerte de Artemio Cruz, Cien años de soledad, Pedro Páramo y muchas otras historias –novelas o cuentos. Deslumbraba la potencia narrativa que desplegaban y como muchos otros, imagino, soñé con ser escritor o, al menos, con escribir un relato –de esos tiempos es un cuaderno en el que hacía mis “pinitos literarios” y que, desgraciadamente, extravié.

El interés por los proscritos por el Régimen, la relación cada vez mayor con compañeros comprometidos en la contestación antifranquista, las luchas estudiantiles y las continuadas visitas a las citadas librerías de S. Bernardo, entre ellas la mítica Fuentetaja, me puso en contacto con los circuitos clandestinos. La literatura de trastienda hizo, así, irrupción en mi vida y, con el creciente compromiso político, se inició el consumo febril, hasta el empacho, de ensayos de economía, política, sociología y filosofía de sustrato marxista.



A los padres fundadores –Marx y Engels (¡leer el Manifiesto Comunista y El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado fue, entonces, revelador!)– le seguiría toda la cohorte de sus más excelsos e ilustres discípulos –Lenin, Trotsky, Rosa Luxemburgo, Stalin, Mao, Fidel, el Che, etc.– y a estos, o a la par, sus epígonos y comentaristas –Althusser, Poulantzas, Marta Harnecker, Ernest Mandel, Isaac Deutscher y tantos otros. Alrededor de este núcleo, otros “descubrimientos” –impulsados por el “aire” de los tiempos– ampliaban mi perspectiva vital: Herbert Marcuse, Wilhelm Reich y otros ligaban la liberación social y política con la liberación sexual. ¡No es extraño que, en un país como el nuestro reprimido por militares y curas, calara su mensaje y que sus libros –El hombre unidimensional, Eros y civilización, La revolución sexual, La irrupción de la moral sexual o La función del orgasmo– fueran devorados compulsivamente! La puesta en práctica de lo en ellos predicado no dependía, para nuestra desgracia, sólo de la voluntad del lector –en cualquier caso, ¡se hizo lo que se pudo!



Todas estas obras, de las que un considerable número de ellas eran textos de economía política –El capital monopolista, El intercambio desigual, etc., etc., etc.– acabarían ocupando, junto a un amplio alijo de libros franceses traídos clandestinamente en uno de esos obligados viajes, tan frecuentes entonces, al país vecino en busca de “aires” más respirables, un enorme espacio en mi biblioteca particular y se convertirían en mis libros de cabecera durante un extenso periodo de mi vida en el que la literatura en sentido estricto pasó a un segundo plano: ¡no había tiempo para ocuparse de otra cosa que no fueran estos libros de formación o las revistas de actualidad como Triunfo, Cambio, Cuadernos, Por favor, Hermano Lobo o Tiempo de Historia! El compromiso político y los acontecimientos que se avecinaban nos lo exigían.



(A mi vuelta de Madrid, atemperada ya la fiebre militante, ocuparían, durante años, los anaqueles del cuarto en el que mi padre escuchaba la radio y leía detenidamente, al tiempo que lo desordenaba, el periódico; imagino que de tanto contemplarlos se preguntaría lo que, en su avanzada vejez, me repetía una y otra vez: Pero, ¿tú te has leído todo eso?; finalmente, la mayor parte de ellos, pasaron a engrosar los fondos de la Biblioteca municipal donde dormirán, con toda seguridad, el “sueño de los justos”).

 Los diques que contenían una enorme energía represada se agrietaban y por esas grietas se colaba una sociedad que poco a poco iba conquistando zonas de libertad. Se avecinaba un tiempo nuevo, se teorizaba el eurocomunismo y consumíamos sesudos estudios sobre el socialismo de rostro humano que, encarnado en figuras como Berlinguer o Dubcek, se construiría a hombros de “la alianza de las fuerzas del trabajo y la cultura” –el libro de Radovan Richta La civilización en la encrucijada fue, en esos años, de lectura obligada.

 El hilo que, durante esta época de activa militancia a la que me he referido en otro lugar, me mantuvo en contacto con la literatura fue el de la “novela negra”, profusamente editada durante esos años, los 70, por Bruguera, Alianza-Emecé y Barral; a ese género pertenece una de mis ficciones favoritas –El largo adiós– a la que asocio con el valor de la amistad.




Raymond Chandler, Dasshiel Hammet, Chester Himes, Horace McCoy, Ross MacDonald, Jim Thomson y tantos otros pasaron así a formar parte de mis autores de cabecera y a ellos y a otros fabuladores –descubiertos con posterioridad– como Simenon, Philip Kerr, Henning Mankell o Fred Vargas, sigo, aunque con una más atemperada asiduidad, fiel

A la euforia desatada por la llegada de la Democracia siguió la melancolía que acompañó a los tiempos del Desencanto y, con estos últimos, volví, primero, y, ya, espero que para siempre, a la literatura y, más adelante, también a la Ciencia, a su historia y desarrollo. Los profetas que anunciaban cambios radicales fallaron estrepitosamente en sus predicciones y la esperanza del advenimiento de una “humanidad nueva” resultó no ser otra cosa que un espejismo.




El desencanto me hizo regresar plenamente a la ficción –con la que mantenía por entonces el delgado hilo de la novela negra– y en las páginas de Los Demonios, Bajo el volcán, Los hijos de la medianoche, El tambor de hojalata y El cuarteto de Alejandría, volví a reencontrarme con lo real, con los hombres y mujeres de nuestro mundo –me despojé, así, de los últimos vestigios de lo que había resultado ser otro disfraz de “lo religioso”.



El regreso a la ciencia y a su historia fue paulatino; tuvo su primera materialización en el libro que con el título Detrás del espejo (Física en problemas) publiqué en torno a 1989 –en él trataba de presentar, creo que con cierto éxito, los problemas desde una óptica novedosa y, entre otros recursos, “echaba mano” del contexto histórico y científico en el que se encuadraban– y adquirió envergadura dentro del Seminario Orotava de Historia de la Ciencia que pusimos unos años más tarde, en 1991, y al que me referiré in extenso en otro lugar. En todo caso, al igual que había sucedido en otras ocasiones los anaqueles de mi biblioteca se llenaron de títulos sobre la materia –de los “grandes” de la Ciencia y de los comentaristas– y a su lectura y estudio dediqué muchas horas. Además de toda una serie de ponencias sobre diversos temas escribí, con José Luis Prieto, una Historia de la Ciencia en dos volúmenes que, al tiempo que sirviera de soporte a una asignatura de Bachillerato con esa denominación, acercara al gran público los contenidos científicos contextualizados en su tiempo –también de este asunto hablaré con más detalle en otro lugar.


 Al hilo de este recorrido, sin pretensiones de exhaustividad, por el mundo de mis lecturas incluí algunas consideraciones sobre mis héroes de infancia; me preguntaba allí por las razones de mi elección y no acertaba a encontrarlas; tampoco, ahora, las encuentro aunque, al hacer recuento de las historias, de los libros y en última instancia de los personajes –héroes o no– que me interesaron, sí percibo en ellos ciertos rasgos –idealismo solidario y acentuado individualismo– que, a pesar de una metamorfosis que mutó al clásico protagonista de aventuras, a veces de una pieza, en un hombre de este tiempo, complejo y a menudo atormentado, ambos comparten. Quizás fuera esto lo que percibía en ellos.

viernes, 24 de agosto de 2012

RECUERDOS DE UN LECTOR (A VECES) COMPULSIVO II


Durante nuestra estancia en el colegio salesiano los libros de lectura nunca formaron parte de nuestra educación. Recuerdo, eso sí, que conocíamos el argumento de muchos de los clásicos –El Caballero de Olmedo, El condenado por desconfiado, Don Juan, La vida es sueño, Fuenteovejuna, etc.– y la depurada y blanqueada peripecia vital de sus autores, pero nuestra aproximación al texto original no existió; sólo en contadas ocasiones leímos, por propia iniciativa, alguna de las, creo que resumidas y expurgadas, obras que aparecían en la colección Clásicos Ebro. En cualquier caso tampoco eran estos los libros más adecuados para incitar a la lectura en edades tan tempranas.


Los “buenos padres” no parecían ser, ¡de hecho no lo eran!, muy aficionados a la lectura –territorio, a su juicio, plagado de minas y altamente peligroso como bien advertían el santo fundador y las autoridades de entonces. Resulta triste, en cualquier caso, que estos iletrados se arrogasen la facultad de recomendarnos –en pocas ocasiones– o prohibirnos –con mayor frecuencia– un título u otro.

La Iglesia por medio del Índice de libros prohibidos trataba de controlar, al igual que lo hacía en el cine con las famosas calificaciones morales de las películas –1, 2, 3, 3-R y 4– que se exhibían en la entrada de los templos, todas las facetas de nuestra vida. A la censura impuesta por un Estado totalitario se añadía la tutela de una Iglesia igual de totalitaria: por si no era suficiente una, ¡doble ración!

 Mis primeros títulos “serios”, alguno de los cuáles iba a tener una profunda influencia en mi crisis de conciencia, están ligados a dos editoriales esenciales en la recuperación de la gran literatura en nuestro país –Plaza y Janés y Espasa Calpe– y a dos de sus colecciones, Reno y Austral respectivamente. A través de ellas, generalmente en traducciones que dejaban bastante que desear, conocí de la existencia y de los escritos de tres autores que me impactaron y removieron mis convicciones: Giovanni Papini, Miguel de Unamuno y Fiodor Dostoyevski.

Gog, El libro negro, Palabras y sangre, El Juicio Universal y El Diablo alteraron mi visión religiosa, ya conturbada por las dudas que por entonces me asaltaban y que encontraron eco y reflejo en la forma agónica de entender la relación con Dios que predicaba el disconforme intelectual vasco en sus ensayos y novelas (o “nivolas” como le gustaba calificarlas), El sentimiento trágico de la vida, La agonía del cristianismo o S. Manuel Bueno, mártir.


Hallaba en ellos un fondo de rebeldía que se ajustaba a lo que, por aquellos tiempos, comenzaba a sentir y me identificaba con el destino a todas luces injusto que habían merecido muchos de los personajes que las Iglesias o el mismo Dios condenaban –sus nombres, hechos y razones se recogían en El Juicio Universal; recuerdo que me impresionó un relato que aparecía en El libro negro en el que un resucitado o más bien un “llamado a la vida” desde el más allá describía, como sigue, el alzamiento de los condenados contra el Supremo Hacedor.

 “Tan sólo le hablaré acerca del acontecimiento más notable al que asistí durante los largos años de mi estadía entre los muertos. Según me parece, los hombres creen que el mundo del más allá no tiene historia: todo es determinado y fijado por la omnipotencia del Eterno, cada difunto tiene su nicho y su sentencia, nada puede hacer cambiar su suerte, los condenados rechinan en las tinieblas, los bienaventurados exultan en la luz, diablos y ángeles tienen a perpetuidad sus misiones y nada cambia por los siglos de los siglos. Pues bien, puedo asegurarle que, muy al contrario, incluso en el más allá hay una historia, o sea: el más allá tiene sus crisis y sus alternativas. 


Hacía ya mucho tiempo que yacía en las tinieblas exteriores, bajo el peso de mis culpas, cuando repentinamente se difundió en el inmenso reino de los muertos una noticia inaudita: un grupo de veteranos del infierno había dado la primera señal de la sublevación general de los condenados [...] Uno de los jefes de la revuelta, el famoso Münzer, andaba de un lado para otro por las interminables tinieblas, incitando a los pusilánimes y los dudosos. Les hablaba así “Somos víctimas de una despiadada injusticia que se halla en abierta contradicción con el mensaje de perdón anunciado por el Hijo de Dios. La eternidad de las penas no es conciliable con el Dios todo amor proclamado por los santos y los teólogos[...] El hombre es un ser limitado, finito, que comete un error limitado en el espacio y en el tiempo, y a veces lo comete arrastrado por la fatalidad de su naturaleza, de lo cual no es siempre responsable. ¿Por qué, a la finitud del ser culpable y de su culpa, debe corresponder la infinitud del castigo [...] Se dice que si bien el pecador es finito, su pecado es infinito porque es una ofensa contra el Ser Infinito. Pero Dios, que es perfección absoluta y amor perenne, ¿puede ser ofendido por una pobre criatura, que en definitiva es obra suya? Reconocemos a la justicia divina el derecho de castigar a los malvados. Pero no podemos admitir y tolerar que un pecado, finito por naturaleza, deba ser castigado con una pena sin fin.

 [...] Vosotros sabéis qué es la eternidad, cuán atroz es el pensamiento de un dolor que jamás tendrá término, de las tinieblas que nunca tendrán un resquicio de amanecer. Después de siglos en la cárcel y la oscuridad tan sólo pedimos una liberación final, un retorno a la luz. Apelamos a la misericordia de Dios contra su cruel justicia. [...] Pero el cielo permanecía mudo, ninguna voz descendía desde lo alto, no apareció ningún ángel para anunciar la confirmación de la sentencia o la promesa del indulto. Sin embargo, la revuelta no se aplacaba y los desesperados gritos de los malditos continuaban golpeando las invisibles paredes del abismo. Pero, no sé cómo, un día llegó al infierno una noticia increíble: hasta los bienaventurados del paraíso amenazaban abrazar la causa de sus hermanos condenados. [...] Los justos pedían a Dios compasión para con los injustos. [...] Su propia felicidad no era perfecta porque se veía perturbada por el pensamiento de los tormentos infinitos que sufrían seres a los que habían amado en la tierra. Se dirigían a Dios: “Nos prometiste la felicidad eterna, pero esta felicidad no puede ser plena y total mientras nos veamos entristecidos por la compasión que nos inspiran los seres a los que destinaste al dolor eterno. La tortura de los condenados es una disminución de nuestro gozo, y, consiguientemente, también nosotros somos castigados indirectamente por culpas que no hemos cometido, y esto no se conforma con tu justicia y tu misericordia. Ordenaste a los hombres que perdonaran a sus enemigos, ¿por qué no das el más sublime ejemplo perdonando a los enemigos de tu Ley, después de tantas vigilias de horror?” Pero Dios escuchaba y callaba. Entonces muchos bienaventurados, y entre los primeros los santos más venerados, se ofrecieron para descender al infierno y ocupar el lugar de los infelices desterrados [...]. En el Empíreo habían cesado los cantos, ahora resonaban los gemidos y las súplicas; los ángeles, asombrados y conmovidos, guardaban silencio contemplando el rostro del Eterno. Pero Dios escuchaba y callaba...” 

Llegado a esas palabras de su relato, míster Newborn interrumpió de golpe aquel inaudito acontecimiento. -¿Y después? - preguntó míster Gifford pasados algunos instantes. - Después, no supe más nada ni nada puedo decir - replicó el resucitado con voz débil. “Precisamente mientras todos los muertos, los que alababan y los que gritaban, esperaban la decisión de Dios, fui llamado otra vez a la vida terrestre por mis hermanos vivientes. Tal vez, cuando llaméis a un nuevo resucitado, éste podrá relataros la continuación de mi historia”.


El relato era, como mínimo, inquietante.

 La crítica de unas verdades que se nos habían inculcado sin discusión alguna y la puesta de manifiesto de elementos de contradicción en la doctrina que nos ahormaba, resultaba no sólo turbadora sino, también, excitante; había espacio para la reflexión y para el debate y era factible introducir diferencias, de matiz o radicales; atisbabas las potencialidades del ejercicio de la libertad.


Muy vívido es, por otra parte, el recuerdo que tengo de las páginas de esa cima de la literatura que responde al título de Los hermanos Karamazov y que leí por primera vez en una infame versión mutilada de la Editoria Sopena –desde entonces uno de mis libros favoritos y al que, ya en versión íntegra, vuelvo con frecuencia– en las que sobrevuela la idea que se expresa de forma concisa y profunda en la máxima Si Dios no existe, todo está permitido y que abre un extenso territorio para el debate moral.




Abandonar certezas exigía, entonces, emprender nuevas búsquedas en las que anclar lo que hacíamos y lo que planeábamos hacer. Durante esta época, los años previos a mi ingreso en la Universidad y los primeros de mi estancia en ella, adquirí la costumbre de compartir no sólo lecturas sino también las anotaciones de un diario con un íntimo amigo de adolescencia, Jaime Hernández. Recuerdo que elaborábamos unas fichas en las que, aparte de dar cuenta del título, autor, año de publicación y otras referencias técnicas, hacíamos un comentario personal que nos obligaba a reflexionar sobre el libro y a articular un discurso crítico: la lectura y lo que leíamos formaba parte del desarrollo de nuestras personalidades. También con Francis Miranda y Domingo Eulogio compartí lecturas y libros que comprábamos en comandita para sacar mayor rendimiento a nuestros ahorros y ampliar nuestras adquisiciones.

 El peso de la religión me exigió un necesario y dilatado ajuste de cuentas; en el proceso, primero un periodo de militancia cristiana en los movimientos de raíz francesa que aquí se encarnaron en la JOC, la JIC y la JEC –siglas que hacía referencia a las juventudes, obrera, independiente y estudiantil, católicas– y más tarde la incorporación a la contestación antifranquista en la órbita del PCE. Y franceses fueron algunos de los autores clave que recorrieron conmigo ese camino que va desde la liberación religiosa a la militancia comunista.



Primero, Maxence van der Meersch –en la onda del catolicismo social– y más tarde Jean Paul Sartre –ya en clave atea– y, en menor medida, Albert Camus. Del primero tengo el recuerdo, ahora impreciso, de varias de sus novelas, La huella del dios por la potente personalidad de su protagonista –que yo imaginaba con los rasgos de mi actor favorito entonces, Gary Cooper–, Cuerpos y almas por el realismo descarnado de sus descripciones y Una esclavitud de nuestro tiempo y La máscara de la carne por los problemas, la prostitución y la homosexualidad, que abordaba; del segundo, en cambio, me deslumbró su radical apuesta por la libertad: el hombre está condenado –decía– a ser libre y ya no nos es posible acudir ni a una presunta naturaleza humana ni, mucho menos, a Dios para fundamentar la ética. Buscar, pues, justificación para nuestras acciones en estas instancias era actuar con mala fe –mi convicción de que cada uno es responsable de sus actos procede, ¡estoy seguro de ello!, de la profunda huella que dejaron en mí obras como La náusea, Los caminos de la libertad, A puerta cerrada o Las moscas; del tercero, de Camus, me impresionaron sus desasosegantes narraciones El extranjero y La peste –mi deriva hacia el marxismo me hizo, no obstante, sartreano en vez de camusiano: la toma de partido en un mundo bipolar me impidió, como a tantos otros, valorar en su justa medida la crítica, a lo que en última instancia compartía rasgos con la religión, que tan acertadamente desarrolló el escritor argelino.



 A Plaza y Janés –donde además de alguno de los autores mencionados leí con avidez a escritores tan variopintos y heterogéneos como Somerset Maughan, Sinclair Lewis, Hemingway, Faulkner, Dos Passos, Lajos Zilahy, Aynd Rand, Knut Hamsun, Pearl S. Buck, Chesterton, Andre Maurois, François Mauriac, Graham Green, John Steinbeck y muchos otros– le siguió el amplio muestrario que ofrecía Losada, editorial en la que era posible escuchar nuevas voces a las que aureolaba su condena por la censura franquista. Ahí me encontré con el Bernanos de Los grandes cementerios bajo la luna, con la Residencia en tierra y el Canto general de Neruda, así como con la poesía de los grandes de la generación de la República –Miguel Hernández, Vallejo, León Felipe, Antonio Machado, Alberti, etc.– ; me dí de bruces, en suma, con la Guerra Civil, con la obra de los vencidos. Este periodo de mi peripecia como lector se superpuso al que se inició con mi ida a Madrid a estudiar Físicas.

RECUERDOS DE UN LECTOR (A VECES) COMPULSIVO I



No sé las razones, pero siempre fui un lector voraz. Sí recuerdo, sin embargo, que mi madre y mis tías hacían mención a sus hermanos Antonio y Pepe, entonces “embarcados” a Sudamérica, como personas infectadas por el mismo virus. De ellos decían que se pasaban las horas muertas leyendo, ¡como yo!... Sería cosa de familia…

Las primeras lecturas de las que tengo memoria nítida son los tebeos –Chispita, El Cachorro, Juan Centella, Bill Cody, El diablo de los mares, El Charro Temerario, Mascarita y tantos otros–, las novelas baratas –con personajes fijos como Bill Barnes, Doc Savage o Pete Rice o las de serie escritas por Marcial Lafuente Estefanía, Keith Luger o Silver Kane–, los relatos de la Colección Historias (con 250 ilustraciones) –por los que establecíamos nuestro primer contacto con autores clásicos de la aventura como Salgari, Verne, Stevenson o Walter Scott– y los rojos libros de Molino que narraban las peripecias de Guillermo Brown y los Proscritos. Estas dos últimas colecciones, Historias y Guillermo, formaban parte esencial, junto a las coloreadas latas de caramelos que se adquirían en La Venta Nueva, Anita o Casa Juan José, de los regalos que habitualmente recibíamos en la celebración de nuestras, inevitablemente chocolateadas, fiestas de cumpleaños.


En tiempos de penuria y sometidos al férreo control de nuestros ensotanados educadores esos personajes nos permitían soñar con otros espacios y vivir, enfundados en su piel, otras vidas ¿No es este el mayor regalo que puede dar la lectura? 

Durante un largo periodo de mi adolescencia seguí siendo fiel a los tebeos aunque los personajes favoritos cambiaran. En 1958 irrumpió en el mundo del tebeo español la colección Héroes Modernos editada por la Editorial Dólar y con ella entró en mi vida El Hombre Enmascarado, The Phantom en su versión original, protagonizando la primera de una serie de aventuras que me cautivaron: La princesa Sansamor. Las viñetas de esa primera entrega, dibujadas por Wilson McCoy, mostraban a un personaje con sombrero y gafas negras que, en una noche de niebla y enfundado en un abrigo a cuadros pasea, sujetando con una correa, a lo que parece un perro lobo; un globo recoge sus palabras: ¡Me gustan los muelles de noche! ¿Notas un silencio extraño, Satán?. Un malhechor lo aborda, mientras otro, oculto tras unos fardos, trata de golpearlo… Satán, otras veces Diablo, lanza un ladrido y… la misteriosa trama comienza


 El reverso de la portada nos daba más datos de este personaje que había creado en 1936 Lee Falk y que inicialmente ilustraba Ray Moore. Así supimos que nuestro héroe era uno más de la saga de los Fantasmas que habían iniciado su combate contra el Mal desde los lejanos tiempos de 1525 cuando un noble inglés Sir Christopher Standish vió, antes de naufragar y ser arrojado a una playa de incierta ubicación en la zona del Golfo de Bengala, cómo los piratas Singh degollaban a su padre. Recogido por los Bandar, una tribu de pigmeos asentada en la jungla profunda, y tratado como un Dios jura, ante el cráneo de uno de los piratas, no sólo vengarse de los Singhs y dedicar toda su existencia al exterminio de estos malhechores sino también que sus descendientes se comprometerían a esa misma tarea: Por mucho que mi descendencia se perpetúe sobre la Tierra, juro que el primogénito de cada generación continuará mi obra. Nuestro héroe aclara: ¡El fue el primer “Fantasma”! ¡Esto sucedió hace 417 años! ¡Soy su descendiente y, como tal, obligado a respetar su juramento!


Un ceñido traje de color violáceo y una máscara que oculta su rostro mantienen la leyenda de su inmortalidad. El Espíritu que anda, el Duende que camina, batalla incansable contra el Mal en todos los escenarios. 

Cada semana aguardaba impaciente la llegada del cuadernillo que ya había reservado en la Librería Miranda y que la solícita Juanita, “Ata”, buscaba y me entregaba. Febril, volaba hasta mi casa para sumergirme en sus peripecias. Juan Centella, que hasta entonces había sido mi personaje favorito, se fue poco a poco difuminando y perdiendo consistencia ante esta nueva y formidable encarnadura del héroe. ¿Cómo elige uno a sus héroes? Esta pregunta me ha asaltado en más de una ocasión y no he sido capaz de responderla. ¿Qué podía atraerme de un personaje, Juan Centella, que, creado usando la fisonomía del boxeador Primo Carnera y algunos rasgos del Duce, Benito Mussolini, aplicaba con demasiada frecuencia la dialéctica de los puños para solucionar problemas? ¿Por qué me fascinaba el héroe enmascarado, El Fantasma, que dictaba justicia y mantenía el orden en territorio de colonias y en cuya presencia se sentían atemorizados los villanos y los nativos? De hecho, observado en perspectiva y utilizando las armas de la crítica bienpensante, mis referentes dejan bastante que desear: un matón fascistoide y un justiciero que encarnaba la superioridad de la raza blanca. Pero, ¿es que acaso eran más aceptables El Guerrero del Antifaz o Roberto Alcázar, quienes encandilaban a muchos de mis compañeros, o cualquiera de los muchos héroes que han poblado y pueblan el imaginario popular? En aquella época, poco nos importaba el contexto y tampoco estaban los tiempos para héroes políticamente correctos, ¡ni falta que hacía! 

La Librería Miranda, desaparecida en diciembre de 2008, jugó un papel importante en la educación sentimental de gran parte de los jóvenes de clase media de la generación de posguerra. En mi caso en mayor medida porque, probablemente a causa de nuestra relación familiar –mi tío Felipe estaba casado con Isabel, una de las hijas del fundador de esa institución–, podía, en una primera etapa, llevarme a casa y leer gratis, con sumo cuidado ¡eso sí! y sin cortar los cerrados bordes de sus hojas, tebeos diversos y, luego, ya más talludito, libros de los que hacía un informe para el gestor de la librería, Vicente Miranda, y que él utilizaba para recomendarlos. Así leí, “tochos” como El diablo a las cuatro y El manantial entre otros muchos. Compartía este privilegio, el de “asesor literario”, con uno de sus sobrinos, Francis Miranda, y con su hija, Quirinita. 

Las novelas baratas, las novelas populares, son, como las define Fernando Savater, el retazo más humilde del tejido con el que se fabrican los sueños; así es en cualquier cultura y en cualquier época pero en mucha mayor medida en momentos de penuria, cuando mayor necesidad hay de soñar. La posguerra española fue uno de esos momentos y esas novelitas de portadas en colores vivos, de títulos que anunciaban aventuras y presagiaban misterio, el alimento de esos sueños en los que era posible escapar de la grisura de un tiempo de retórica hueca y de escasez y miedo reales. A la Colección Hombres Audaces de la Editorial Molino, que tenía entre sus series las aventuras de Bill Barnes, Doc Savage, Pete Rice y La Sombra, entre otras, llegué a través del préstamo: Mingo Carrasco me pasaba los ejemplares que pertenecían a su hermano mayor Lito, entonces estudiando Medicina en Granada. De todos estos personajes mi preferido era, sin duda, Doc Savage, el Hombre de Bronce, título de su primera aventura y apelativo con el que se conoce al héroe creado por Kenneth Robeson, seudónimo del escritor norteamericano Lester Dent.



Así comenzaba esa novela cuyo Capítulo I tenía el sugerente título de El hombre siniestro

Cerníase la muerte en la densa oscuridad. Avanzaba furtiva por una viga de hierro, mientras a centenares de metros de profundidad se abrían esas grietas con paredes de cristal y ladrillos que son las calles de Nueva York. Sobre el asfaltado, los trabajadores de los últimos turnos regresaban presurosos a sus hogares. La fina y persistente lluvia les obligaba a guarecerse bajo los paraguas, y no perdían el tiempo escudriñando las alturas. Aunque de hacerlo es probable que no hubiesen observado nada. La noche era oscura como boca de lobo. Del cielo, cubierto de negros nubarrones, se desprendía una niebla que flotaba opresiva de las azoteas alrededor de los imponentes edificios. Un rascacielos en construcción, edificado hasta el piso ochenta, se destacaba sobre el fondo oscuro del firmamento. Por encima del último piso, una torre metálica ornamental, aún sin el menor vestimiento de mampostería, se elevaba unos setenta metros más. Las viguetas formaban un gigantesco esqueleto de acero. Los hierros, desnudos y traicioneros, aparentaban la siniestra impasibilidad de lo inerme. Sin embargo, entre ellos rondaba la Muerte. Una Muerte en forma de hombre.  

¿Quien podía resistirse a seguir leyendo? ¿Acaso nos importaba la escasa calidad literaria del relato? 

Parecía poseer la agilidad de un felino, saltando y escalando sin el menor tropiezo en la impenetrable oscuridad. La lluvia mojaba su rostro, pero el hombre seguía avanzando, empujado por un propósito terrible y siniestro. De vez en cuando, el desconocido pronunciaba palabras extrañas e ininteligibles [...]. —¡Debe morir! —murmuraba el hombre roncamente, en su lengua extraña—. ¡Lo ha decretado el Hijo de la Serpiente Emplumada! ¡Esta noche! ¡Esta noche la muerte asestará su golpe! [...] La lluvia le empapaba. Las terribles fauces de acero se abrían a sus pies; y un resbalón significaría la muerte. Escalaba metro tras metro. [...] El hombre depositó en el suelo su caja negra. Su bolsillo interior reveló la existencia de unos gemelos de gran potencia. El hombre de los dedos rojos enfocó sus lentes sobre el piso inferior de un rascacielos, a varias manzanas de distancia. [...] Sus lentes se movieron a derecha e izquierda hasta hallar una ventana iluminada. Se encontraba situada en la parte oeste del edificio. Aunque ligeramente velado por la lluvia, los potentes prismáticos revelaron al detalle lo que había en la habitación. Se destacaba con claridad la parte superior de una mesa de despacho maciza, ancha y pulida, situada delante mismo de la ventana. ¡Al otro lado había una figura de bronce! Representaba la cabeza y hombros de un hombre esculpido en metal amarillento rojizo. Aquel busto era un espectáculo sorprendente. [...] El hombre de los dedos rojos se estremeció. [...] Una vez más se llevó los prismáticos a los ojos, enfocándolos sobre la asombrosa estatua de bronce. La obra maestra abrió la boca, bostezó... ¡pues no era ninguna estatua, sino un ser viviente! El hombre de bronce mostró al bostezar unos dientes anchos y fuertes. Sentado ante la enorme mesa, no parecía ser un hombre de tal corpulencia, un observador dudaría que tuviera dos metros de estatura... y se habría asombrado al saber que pesaba doscientas libras. [...] Este hombre era Clark Savage júnior. —¡Doc Savage! ¡El hombre cuyo nombre era un símbolo en los rincones más extraños y apartados del mundo! 

A la mortecina luz de la lámpara de mi mesa de noche, dilataba el momento de dejar la novela instado por las órdenes reiteradas y repetidas de mis padres: ¡Miguelito, apaga ya! ¡Mira que mañana tienes que levantarte temprano para ir al colegio! 

El estudio publicado por Ediciones Robel, La novela popular en España, ofrece un amplio recorrido por las obras y autores que dedicaron su tiempo a mitigar las profundas heridas que había dejado la reciente contienda fratricida y a evadirse, así, de un pasado que se quería olvidar y de un presente que, aunque envuelto en retórica imperial, era, para muchos, gris, plomizo y vengativo. Según supimos más tarde el mundo de la novela popular de posguerra resultó ser refugio de personajes desafectos al régimen y medio de vida para unos prolíficos escritores que traducían y creaban, muchas veces ocultos tras un seudónimo, personajes con los que soñar en una España empobrecida. 

 De entre los autores dejaré constancia de un nombre, Guillermo López Hipkiss creador de El Encapuchado, que para mí tiene especiales resonancias porque aparecía como traductor de varias de las obras, protagonizadas por Guillermo Brown, del para nosotros enigmatico y misterioso escritor –¡suponíamos entonces!– que se ocultaba tras el nombre de Richmal Crompton y que resultó ser, como descubrí mucho más tarde, una escritora. 

¿Por qué me gustaban tanto las aventuras de aquél mozalbete que gastaba monedas, de las que nunca supimos su equivalencia y relación –peniques y medios peniques, chelines, coronas y medias coronas–, en extraños mejunjes –agua de regaliz o jugo de grosella, entre otros– o en golosinas de misterioso nombre y que se refugiaba en un chamizo, al que llamaba “El cobertizo”, desde el que, en compañía de los otros “Proscritos” –Enrique, “Pelirojo” y Douglas– y su perro Jumble, diseñaba complicados, pero siempre sugerentes, planes con los que alterar el aburrido y encorsetado trajín de los mayores? La anarquía y la libertad que se desprendía de las páginas de aquellos libritos de pastas duras en intenso color rojo era irresistible. 

Así se inicia “Guillermo el Proscrito”: Guillermo, Enrique, Pelirrojo y Douglas (conocidos bajo el nombre de “Los Proscritos”) caminaban, lentamente, en dirección al colegio. Era una tarde muy hermosa, una de esas tardes en que a uno le parece (a los Proscritos desde luego les parecía) una ingratitud pasárselo encerrado entre cuatro paredes. El sol brillaba y los pájaros cantaban invitadores… 

Y así “Guillermo el Conquistador”: Guillermo y el deshollinador simpatizaron inmediatamente. A Guillermo le gustó el colorido del deshollinador y a este le gustó la conversación de Guillermo. El niño miraba al hombre como a un personaje de orden superior. ¿No le importó a su madre que fuera usted deshollinador? – preguntó, maravillado, al desatar el hombre los cepillos. Nooo – contestó el interpelado lenta y pensativamente – no dijo nada, por lo menos. No necesitará usted un socio, ¿verdad? No me importaría ser deshollinador. Iría a vivir con usted y le acompañaría todos los días a hacer la ronda… 

¿Cómo no dejarse seducir por unas historias de comienzo tan prometedor? ¡El lecho de paja, bajo los tomateros, me esperaba! Horas de ensoñación en tardes soleadas.