Tal y como señalábamos en la entrega anterior la aventura periodística del Hogar Club finalizó tras varios rifirrafes con la curia y en Septiembre de 1965 sacamos a la luz, al margen de toda relación y tutela
eclesiástica, una nueva publicación con la cabecera de AHORA. En la empresa
participamos activamente, Domingo Eulogio, Melchor García, Francis Miranda, Chela,
Juan Cruz y yo mismo. En los dos únicos números que vieron la luz se podía
detectar un inconformismo que anunciaba otros “aires” y que ya había tomado
cuerpo en una actividad que se desarrollaba en paralelo: el Cine Club.
El primer número se abría con un Saludo y estímulo que Juan Cruz había conseguido que nos escribiera
el prestigioso periodista Luis Castañeda. En él, leído con la perspectiva de
los años, nos animaba en la empresa que iniciábamos e, incluso, abogaba por una
renovación generacional afirmando:
Porque en
nuestro país ésta es una hora de juventud. Tanto que yo vengo sosteniendo en
conversaciones privadas, con hiperbólica y desesperada anatematización, que
para despejar con rapidez el futuro destino de nuestro pueblo, es preciso que
desde migeneración para atrás desaparezcamos todos del escenario social. Con
esto quiero sugerir que por nuestra rutinaria visión de las cosas, por los
tardígrados movimientos que imprimimos a la sociedad, por el peso muerto con
que retardamos la evolución de la historia, por la resistencia que deliberada o
mecánicamente oponemos a la reestructuración más justa y más ágil de la vida
pública, representamos un estorbo para las aspiraciones nobles, generosas y
apremiantes de la juventud.
[…] Con esta
revista la juventud tiene ahora en el Valle de la Orotava una plataforma para
cumplir el predicado unamuniano de llamar mentiroso al que miente, ladrón al
que roba y estúpido al que va por ahí diciendo estupideces. Y esto ya sería
bastante como quehacer premioso de su impaciencia.
Que acabara la soflama mentando al indomable vasco,
por aquél entonces guía espiritual de algunos de nosotros, fue con toda
probabilidad lo que desató nuestra (mi) destemplada reacción.
El segundo, y último número, se abría con un artículo
bajo el elocuente título de Cantos de
sirena.
La lectura
del artículo “Saludo y estímulo”, por Luis Castañeda, publicado a manera de
pórtico en el número 1 de este periódico, ha llenado mi alma, hecha no de cera,
y así incapaz de sentir y sí de amoldarse, de profunda irritación. Irritación y
desánimo es lo que me produce ese saludo y estímulo, que si es sincero, como así
creo, pues no quiero ni tengo por qué dudar de ello, indica en su autor una
ceguera intensa, acaso disculpable caso de tratarse, como así me parece, de idealismo
quijotesco.
Parece claro que la lectura de la unamuniana Vida de D. Quijote y Sancho está
reciente en el ánimo del autor, quien prosigue:
Nada sé de
los motivos que ha tenido D. Luis para decir de nosotros, los jóvenes, “que
vivimos en perpetuo afán de navegación”, “que es tanta nuestra ambición de
conocimiento, que quisiéramos abarcar el mundo por la cintura, y tanto nuestro
deseo de perfección que estamos predispuestos al holocausto en aras de todas
las causas que creemos justas y redentoras”
Debo reconocer, incluso hoy día, que el
bienintencionado periodista se excedió en sus loas; no me extraña, pues, que
con la exaltación del momento, continuara mi requisitoria en los términos que
siguen:
Nada sé de
sus motivos, ni nada puedo saber. Sólo se me ocurre achacárselos a esa ceguera
“quijotesca” que llevó al Caballero de la Triste Figura a confundir rameras con
doncellas, o molinos de viento con gigantes. Pero no puedo permanecer callado,
tengo que sacarlo de su error y decirle que somos lo primero, que es nuestra
desgracia ser rameras y no doncellas, que no deseo oir música de sirenas y
dejarme seducir por ella.
Sé que vivo
–y así la mayoría– al tibio calor del estercolero, lleno de hediondez; pero no
me confunda, no confunda la mofeta con el armiño; no necesito una palabra de
consuelo, una limosna, quiero un empujón, un bofetón que me despierte de mi
letargo.
Después de asegurar que no era mi intención polemizar
y de agradecer su saludo y estímulo, palabras
que agradezco pero que no me sirven, elevaba el tono de la soflama ya
claramente unamuniana.
Si vamos a
continuar vistiendo la verdad desnuda con ropas de bufón, para hacer gracias,
adular a los intocables o no escandalizar a los santones de turno, muy corta
será nuestra existencia, existencia que merezca la pena.
Creo y veo
que es necesario, para salir de esta vileza que nos aturde, mirar la vida cara
a cara, apartar lo que estorbe, descorrer el velo y decir: ¡Esto es así!, puede
que no te guste, pero ¡esto es!
Ver las cosas
de frente, buenas y malas, ese es el ideal; te diré lo que para mí eres; si te
envidio o te odio te lo haré saber. ¡Haz tú lo mismo conmigo!
La suciedad
oculta en los rincones es la más difícil de barrer; ¿por qué llenar, entonces,
nuestra alma de rincones? Aventarla, pregonando la verdad, ¡mi verdad!, ¡tu
verdad! Así el viento se la llevará lejos, lejos de ti y de mí; podremos, por
fin, vernos, desnudos, tal como somos, sin velos.
El artículo lo terminaba con un “aviso para
navegantes”:
Un periódico
como el nuestro, que aspira –por lo menos oficialmente– a sacar de este mar de
tibieza a nuestro Valle, no puede comenzar tratando los temas con evasivas; no
puede ni debe dejar de decir la verdad, esa verdad por la que tanto suspiramos.
Rectificar es
de sabios y ahora se está a tiempo, pues si los artículos van a ser una suave
rienda que continúe conduciendo nuestro apático caballo por caminos trillados,
en vez de un recio latigazo que lo haga galopar, preferible es que callemos.
Imagino al pobre Juan Cruz intentando dar explicaciones
a D. Luis Castañeda; entiendo, pues, su reacción de negarse a vender el
periódico en el Puerto de la Cruz.
La aventura acabó con este número; una aventura que
nos deparó momentos inolvidables y polémicas de una ingenuidad entrañable.
Este segundo número incluía una carta de Andrés Chaves
en la que después de dejar constancia que había leído con inusitado asombro un artículo de Francis Miranda titulado El tremendismo actual concluía:
Claro que
todos tenemos nuestras teorías y el señor Miranda es un idealista a
machacamartillo (sic) al afirmar que añora la sencillez y dulzura de las
publicaciones de Juan Ramón Jiménez que con sus melosas palabras nos hace dormir
estáticos en una nube ignorando la cruel realidad.
Menos mal que
el garrotazo brutal de Cela o Williams nos hace bajar de esa nube y
demostrarnos con un inmenso chichón que el mundo no es precisamente un burrito
llamado Platero y rosas, rosas, rosas…
De todas las historias que vivimos mientras
redactábamos el periódico es digna de reseñar la de una usurpación de la que
fuimos conscientes en nuestro fuero interno cuando recibimos dos artículos que
firmaba Juan Carlos Arencibia; uno de ellos era producto de su pluma –una
birria que desechamos– pero el otro, ¡ah!, el otro era diferente, ¡otra cosa!
Se titulaba La libertad del otro y
comenzaba así:
La libertad
del otro constituye el fundamento de mi libertad. Sin su libertad yo no soy
libre. La razón de ser de mi libertad he de buscarla en el otro.
La oposición
entre el otro y yo es más aparente que real, más ficticia que auténtica. A lo
que verdaderamente se opone el otro es a lo otro.
De un hombre
a otro va apenas nada. Un hombre se diferencia o distingue de otro hombre por
la visibilidad de las sombras que proyectan sus pasos.
Y así continuaba varios párrafos más, hasta concluir
de esta guisa:
Así pues, la
libertad del otro es la que me dice de manera expresa si gozo yo de libertad o
si vivo esclavo de una obstinante (sic) superioridad. Es pues tan necesaria la
existencia del otro que necesito de ella para ser yo mismo.
El respeto a
la libertad del otro no es una virtud, ni un obsequio, sino que constituye un
elogio a nosotros mismos. Lo que sucede es que el respeto a la libertad ha de
ser tan amplio y generoso como corresponda a la misión y a la función que cada
uno cumpla o ejerza en la vida.
Algunas de las frases, sobre todo las del comienzo,
quedaron grabadas en nuestra memoria, por ello pude, al fin, descubrir al
verdadero autor de las mismas cuando, muchos años después, leyendo Dios y el Estado de Bakunin, me topé con
un discurso que incluía párrafos como los que siguen:
La libertad
de otro, lejos de ser un límite o la negación de mi libertad es, al contrario,
su condición necesaria y su confirmación. No me hago libre verdaderamente más
que por la libertad de los otros, de suerte que cuanto más numerosos son los
hombres libres que me rodean y más vasta es su libertad, más extensa, más
profunda y más amplia se vuelve mi libertad.
Nunca entendí, sin embargo, cómo llegó Juan Carlos,
que transitaba por territorios bien alejados de cualquier veleidad anarquista,
a ese texto – ¿un viejo libro de la época republicana que escapó de la purga
franquista?
El tercer número no vió nunca la luz por falta de recursos, pese a estar casi montado en la imprenta...