miércoles, 6 de octubre de 2010

LITERATURA Y CIENCIA: Reflexiones sobre un viaje en espiral (I)



¡Cuánto contenido tiene esta breve frase!: “Las estrellas están hechas de los mismos átomos que la Tierra...” Los poetas afirman que la ciencia elimina la belleza de las estrellas, —simples globos de átomos de gas—. Nada es simple. También yo puedo ver las estrellas en una noche despejada y sentirlas. Pero, ¿veo yo más o menos? ¿La inmensidad de los cielos ensancha mi imaginación?; clavado en este carrusel, mis pequeños ojos pueden captar luz de un millón de años de edad. Una vasta estructura de la que formo parte; —quizás mi material fue expulsado desde alguna estrella olvidada: material idéntico al que otra estrella arroja allá. Quizás pueda verlas con el ojo más grande del Observatorio de Monte Palomar apartándose desde un punto común donde tal vez todas estuvieron juntas... ¿Cuál es la estructura, el significado o el porqué?. No le hace daño al misterio conocer un poco de el. ¡Porque la verdad es mucho más maravillosa que lo que imagina cualquier artista del pasado!¿ por qué no hablan los poetas del presente de estas maravillas?
       ¿Qué clase de hombres son que pueden hablar de Júpiter como si de un hombre se tratara, y sin embargo, enmudecen si es una inmensa esfera rotante de metano y amoniaco?...



La larga cita anterior se encuentra en uno de los nada convencionales libros de Física escritos por el científico Richard P. Feynnman.

Lo que en ella se sugiere es lo suficientemente incitante como para permitirnos iniciar nuestras reflexiones sobre Literatura y Ciencia con una doble interrogación: ¿Hay en los objetivos que la Ciencia y la Literatura persiguen una incompatibilidad esencial?; o, por el contrario, ¿existe entre ellas un tremendo malentendido, gestado en los inicios del proceso de construcción de la Ciencia, que aún pervive en nuestros días?

El tema es enormemente amplio y complejo, y abordarlo de un modo exhaustivo exigiría una investigación más profunda que la que hemos realizado para la escritura de estas reflexiones y cuya intención pretendemos exploratoria, sugeridora, más que concluyente.


Marcando territorios

En el principio fue el Caos y del Caos nació el Mito como intento de ordenar lo brumoso y desconocido. Un relato maravillado y maravilloso pobló el Caos de criaturas divinas que poco a poco modelaron lo informe. El Caos fue deviniendo Cosmos, Cosmos hecho a imagen y semejanza del Hombre, vivo e impregnado de sentimientos y pasiones.

Antes que nada nació Caos, después Gea de ancho seno, asiento firme de todas las cosas para siempre, Tártaro nebuloso en un rincón de la tierra de anchos caminos y Eros, que es el más hermoso entre los dioses inmortales, relajador de los miembros y que domina, dentro de su pecho, la mente y el prudente consejo de todos los dioses y todos los hombres...

Una aprehensión inicial del Cosmos en la que este no puede separarse del hombre: el mundo no es inanimado ni vacío, sino pleno de vida; y esta vida posee individualidad en el hombre, en la bestia, en la planta y en todo fenómeno que se representa; —el trueno, el oscurecimiento repentino, una imponente y desconocida claridad en el bosque... No existe distinción clara entre lo subjetivo y lo objetivo y el discurso humano no puede evadir esta unión en la que conviven sueños, alucinaciones y visiones comunes.


El relato adopta la forma de leyenda


Una concepción del mundo solo puede desprenderse de su carácter mítico cuando someta los presupuestos mitológicos a critica y cuando comience a construir una visión en la que lo subjetivo y lo objetivo aparezcan separados. El Yo se define frente al Ello. Nace así la Ciencia y busca, desvitalizando los mitos, unas nuevas causas para el orden que estructura el Cosmos; Amor y Odio van perdiendo sus connotaciones vitales y van siendo sustituidas por términos más neutros, sin «alma».

Desprovisto de su carácter animista el Ello se hace más previsible introduciéndose en el discurso el concepto de «legalidad».

La ciencia busca así, —construyéndose en contraposición al mito, en lucha abierta con él—, explicar lo sensible en términos de lo sensible.

Durante un largo y penoso proceso de afirmación ha tenido que desarrollar no sólo un modo distinto de encarar el mundo y los acontecimientos que en él tienen lugar sino además articular un nuevo lenguaje en el que expresarse.

Esta búsqueda de un nuevo lenguaje va estableciendo dos niveles de expresión y definiendo dos mundos, el literario como expresión del sujeto, —del Yo—, y el científico como expresión del objeto, —del Ello—.

El lenguaje de la ciencia hace explícito su afán de ruptura con el lenguaje mítico en tanto que el lenguaje de la literatura acepta ser su heredero; depura su expresión pero mantiene lazos innegables con la leyenda.

Muchos intentos y tentativas —jalones en la historia de este proceso— se quedan a medio camino entremezclando mito y ciencia.

El programa de la Ciencia se hace explicito en el Renacimiento; las palabras de Galileo, polemizando en Il Saggiatore son muy claras:

Me parece, por lo demás, que Sarsi tiene la firme convicción de que para filosofar es necesario apoyarse en la opinión de cualquier célebre autor, de manera que si nuestra mente no se esposara con el razonamiento de otra, debería quedar estéril e infecunda; tal vez piensa que la filosofía (ciencia) es como las novelas, producto de la fantasía de un hombre, como por ejemplo "La Ilíada" o "El Orlando furioso", donde lo menos importante es que aquello que en ellas se narra sea cierto o no. Señor Sarsi, las cosas no son así: La filosofía (ciencia) está escrita en ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos, quiero decir, el Universo, pero no podemos entenderlo a menos que aprendamos primero a comprender el lenguaje y a leer las letras con que está compuesto. Está escrito en lenguaje matemático y sus caracteres son triángulos círculos y otras figuras geométricas, sin las que es humanamente imposible entender una sola palabra de él...

Es también en este libro en el que Galileo establece otra de las ideas fuerza de la Ciencia: la necesidad de ver a través de las apariencias. Una idea fuerza de resonancias profundamente platónicas en la que se afirma que tras el mundo observacional de indefinidas aproximaciones, nunca exactas, a esto o aquello, existe una realidad ideal que puede ser descrita en un lenguaje de caracteres geométricos (matemáticos):

Yo sostengo que no existe nada en los cuerpos externos que pueda excitar en nosotros, olores y sonidos, excepto tamaños y formas, números y movimientos lentos y rápidos.

La ciencia expulsa de la naturaleza a la realidad humana. Lo único verdaderamente “real” son las abstracciones matemáticas; nuestras sensaciones, emociones, simpatías, etc., parecen no ser más que epifenómenos. Del Cosmos han huido, espantados, no solo los Dioses; también el Hombre se ve amenazado.

Estos epifenómenos pasaron a ser el tema del otro discurso, —el discurso literario—, en el que se refugió todo lo que se relaciona con lo humano. La escisión cartesiana, la división del mundo en dos: la res extensa a la que pertenecía lo real y la res cogitans que incluía el mundo de la mente, quedaba consolidada.

El lenguaje literario se construye necesariamente polisémico porque de otro modo no es posible expresar de forma convincente la complejidad y ambigüedad de las relaciones y reacciones entre las personas, la opacidad del mundo de los sentimientos. Mediante la literatura se descubre, pero lo que se descubre admite más de una interpretación, hay siempre un hueco para la duda, una zona de sombras que hacen posible el juego de los ocultamientos. La ciencia, en cambio, intenta eliminar esta duda, odia lo opaco y las sombras, incluso el claroscuro, y apuesta por un lenguaje que quiere univoco, de interpretación única.

La ciencia, ajena a la vida, hace exclamar a Mefistófeles, que disfrazado con la toga y el gorro de Fausto alecciona a uno de sus estudiantes: Toda teoría es gris, caro amigo, y verde el árbol de oro de la vida.

Será durante esta escena cuando Goethe, por boca del tentador, exprese sus concepciones sobre la pobreza de la Ciencia y su método para aprehender la vida: Si se quiere conocer y describir alguna cosa viviente procura ante todo sacar de ella el espíritu; entonces tiene en sus manos las partes, lo único que falta, ay, ¡es el vínculo espiritual que las une!

Esta concepción mantendrá a la vida como un reducto aparte de la Ciencia durante un periodo de tiempo muy largo que sólo muy recientemente con los avances en Biología Molecular, Ingeniería Genética y Cibernética ha comenzado a ser asaltado.

Ecos de esta aparentemente irreducible oposición entre la frialdad de los objetos inanimados, mediante los que la Ciencia pretende describir la realidad, y la calidez de todo lo que está animado por el hálito vital, los hallamos, incluso, en uno de los fundadores de la Física Cuántica, Bohr, quien en una conferencia dictada en 1932 afirmaba: Sin duda deberíamos matar un animal si queremos investigar sus órganos hasta poder describir el papel desempeñado en las funciones vitales por los átomos individuales. En todos los experimentos con organismos ha de quedar una incertidumbre con respecto a las condiciones a las que son sometidos. Lo que esta idea sugiere es que la mínima libertad que debemos dejar a los organismos es suficientemente grande como para permitir ocultarnos sus secretos últimos.

Intentaba así, apoyándose en uno de los resultados más enigmáticos de la Física —el Principio de Incertidumbre—, justificar la, para él, imposible reducción de la fisiología (y por tanto de lo vivo) a la física, en unos tiempos en los que las antiguas certezas habían dejado paso a visiones de lo real más problemáticas, pero aún insuficientes para aclarar el gran misterio.



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