miércoles, 1 de septiembre de 2010

LOS "LADRILLOS" DEL UNIVERSO I






Dimitri Ivanovich Mendeleyev: orden en el caos


La mayoría de los primeros filósofos creyeron tan sólo principios 
a aquellos que se dan bajo la forma de materia; 
pues afirman que el elemento y principio primero de todas las cosas
es aquel a partir del cual todas las cosas existen y llegan por primera vez al ser
y en el que terminan por convertirse en su corrupción, 
subsistiendo la sustancia pero cambiando en sus accidentes;
porque tal naturaleza se conserva siempre…
Aristóteles, Metafísica.

            Desde la gloriosa época en la que los griegos se preguntaron sobre todo lo que existe, la búsqueda de los materiales con los que está construido el Universo ha sido un motivo recurrente en el quehacer de los "amantes de la sabiduría".

            A comienzos del siglo XIX dos acontecimientos, en principio escasamente relacionados, iban a abrir novedosas vías de indagación de consecuencias incalculables: el químico escocés John Dalton enunciaría, de forma articulada, su hipótesis atómica en el tratado New System of Chemical Philosophy (1808 -1827) y el físico Alessandro Volta construiría, en torno a 1800, la primera pila eléctrica mediante la que se producía electricidad de un modo continuo.


            La teoría esbozada por el primero permitía no sólo dar una explicación unificada de las regularidades observadas en las reacciones químicas –las masas de reactivos y productos eran iguales y los elementos que formaban un determinado compuesto se combinaban manteniendo una proporción fija– sino, también, predecir otras. Inauguraba así un nuevo marco de observación desde el que los misteriosos fenómenos de la química, hasta bien recientemente ligados a la magia, adquirían una dimensión diferente. Se desató una febril actividad para “pesar” los átomos y para determinar la composición atómica de lo que acabarían denominándose moléculas: las raíces de la formulación química se hunden en las intuiciones de Dalton.

            El dispositivo construido por el segundo iba a convertirse, en manos de diversos investigadores, en una herramienta poderosa no sólo para explorar el mundo de la electricidad sino, también, como palanca para descomponer las sustancias compuestas en sus elementos. Será esta segunda aplicación la que, de una manera más inmediata, ayudará a la química a profundizar en la búsqueda de los ladrillos con los que se construye la diversidad material del mundo en que vivimos.

            Así, hacia 1870, cuando nuestro personaje clave publica su famosa Tabla periódica de los elementos, estos han pasado a ser, gracias entre otras cosas a la utilización de la pila de Volta, unos 60 frente a la veintena catalogada a finales del siglo XVIII por Lavoisier. ¡Demasiados ladrillos!, ¡demasiados átomos distintos!. ¿Puede acaso resultarnos extraño que en los ambientes científicos se encontrara instalada una sensación de incomodidad y disgusto? ¿no es comprensible que se persiguieran con denuedo las claves que permitieran introducir orden en el caos?. Uno de estos intentos, de claras resonancias presocráticas –William Prout postuló al hidrógeno como elemento primigenio, como primera materia de la que estaban hechos el resto– y recibido con escepticismo por la comunidad científica del momento sólo iba a mostrar su verdadero potencial cuando, más adelante, acabara afianzándose la visión evolutiva de toda la materia del Universo. Otro, más en la línea que alcanzaría su culminación en la Tabla de Mendeleyev, apostaba por buscar conexiones que permitieran agrupar los elementos.

¿Qué es esta Tabla Periódica cuya clave sólo alcanzaría a descifrarse en pleno siglo XX? ¿Qué misterio encierra?. De forma sintética podemos decir que la clasificación periódica de Mendeleyev no es otra cosa que la agrupación por familias de aquellos elementos químicos que poseen un comportamiento análogo en su actividad química. Su importancia radica no sólo en lo que consigue –introducir cierto orden en un caos previo– sino sobre todo en lo que sugiere –la regularidad de comportamiento de los elementos de una misma familia, inexplicable en términos de los toscos átomos de Dalton, exige la existencia de estructuras internas, ocultas, más complejas– .



No era ésta la única pista que sugería la existencia de esta complejidad interior ya que desde la espectacular descomposición de la luz que Newton había conseguido haciendo pasar un haz a través de un prisma, la materia había continuado enviando señales inequívocas de la existencia de un mundo aun por explorar y totalmente desconocido. El propio Mendeleyev se había aventurado en este territorio emergente de la espectroscopía y a la sombra de Kirchhoff y Bunsen había percibido que la complejidad de los patrones de la luz emitida por los distintos elementos químicos no podía proceder de los simples átomos de Dalton. Estos patrones, por otra parte, tenían una particularidad: la luz emitida por cada sustancia concreta poseía un espectro cromático que no sólo era privativo de esa sustancia sino que, además, era discreto, es decir, solo contenía ciertos colores.

Un submundo de dimensiones aún menores que los átomos parece atisbarse en el horizonte. El apasionante viaje al interior del átomo iba a iniciarse y en él la luz iba a jugar un papel esencial.


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