Decíamos en nuestro artículo anterior,
en el que nos acercábamos a las Fiestas de San Juan, que, animados por nuestro
afán de recuperación de las celebraciones populares, pusimos en marcha, a
imitación del Baile de Magos y también en la Plaza de Ayuntamiento, el Baile de
Piñata.
Algunas de las peripecias que acompañaron a la
celebración del mismo merecen un ligero comentario (de otras, mejor es no hablar) que nos servirá de excusa para rememorar, a vuela pluma, un tiempo de carnaval desaparecido.
Recuerdo que en su organización, bajo el paraguas que nos procuraba la Asociación Cultural Valle de la Orotava, nos
volcamos fundamentalmente Tito y yo: visitamos los locales de ensayo de varias
murgas para pedirles colaboración, hicimos lo propio con entidades como la Caja
de Ahorros para que nos sufragara parte de la propaganda, acosamos a amigos y
conocidos del gremio del comercio para que nos regalaran prendas de vestir,
alimentos, etc., con los que organizar una rifa que pretendíamos celebrar
durante el transcurso del baile, contratamos la orquesta y solicitamos los
permisos pertinentes al Ayuntamiento, permisos por los que, aunque por
entonces, el año 1978, sus regidores, los últimos vestigios del franquismo, estaban
en franco retroceso y hacían las maletas para irse a casa, hubo que batallar –a
las reticencias de última hora del Alcalde, el sufrido Juan Antonio Jiménez, recuerdo haber respondido que el
baile estaba convocado, que allí nos íbamos a personar en fecha y hora y que,
en caso de suspensión, él sería responsable de lo que pudiera suceder.
Tras una semana de paseos en coche,
provistos de un megáfono, con el que instábamos al vecindario a enfundarse en
una sábana, colocarse una careta y lanzarse al jolgorio y la diversión, llegó
el día de marras; después de una comida, que supongo regada con buenas dosis de
vino, ubicamos nuestro puesto de propaganda en la terraza del antiguo Bar Parada y
desde ella, megáfono en mano, continuamos con nuestro proselitismo, estruendoso
y movilizador.
El sarao, para el que contamos con la inestimable
ayuda de dos hermosas inglesas que reclutamos en el citado Bar y a las que
acabamos convirtiendo en activas vendedoras de rifas y agradecidas compañeras
de baile, resultó todo un éxito de público y de recaudación –por las rifas para
“una Piñata Gigante” y por las bebidas de la cantina que, como era tradicional
en los eventos que organizábamos, ayudaban a elevar el tono y la alegría de los
participantes.
Por razones que no son fácilmente explicables los
Carnavales orotavenses recuperaron, durante unos años –al decir de los “viejos”
del lugar y con notable satisfacción para los jóvenes de entonces–, el tono de sus mejores tiempos y el desfile del Entierro de la
Sardina alcanzó, con el concurso de un activo y desprejuiciado grupo de
heterosexuales, homosexuales y bisexuales ataviados con disfraces en la onda
del decadentismo de Wilde y Beardsley, el esplendor de una fiesta báquica que,
tras la quema del monigote, la Sardina, reunía en La Añepa, donde se prolongaba
el jolgorio hasta altas horas de la madrugada, a una variopinta y animada
fauna.
Como no podía ser de otra manera, en un pueblo con una
alta densidad de “meapilas” acostumbrados a dictar las normas del
comportamiento ciudadano, los sectores bienpensantes alzaron su voz,
escandalizados por tanta transgresión –en la que, incluso, en alguna ocasión
participó un más que “entonado” Alcalde–, y, tras un forcejeo que se mantuvo
durante un par de años y que se aireó incluso en la Cartas al Director de El
Día, el ritual pagano acabó desnaturalizado hasta quedar, finalmente, oficializado
en la aburrida “Quema de Crispín”.
La Añepa primero y luego La Gaseosa, convertidas en
gozosas y participativas kermesses, fueron en ese fugaz intervalo transgresor, los
templos en los que se celebraba con alborozo la fiesta de la carne.
Años más tarde sin que las razones estén tampoco muy claras el
Carnaval orotavense se eclipsó y es en la actualidad practicamente inexistente.
Reglado y organizado desde las instituciones, ¡como tantas otras cosas!, ha quedado reducido, en estos tiempos de "vacas flacas", a un tedioso
desfile –¡gran Coso del Norte lo llaman!–, aunque, en tiempos de abundancia, contó, además, con una
aburrida y repetitiva Gala de Elección de la Reina que, al decir de algunos y con el concurso de
domesticados colectivos, "daba" muy bien por televisión.
¡De esa fiesta de jolgorio desprejuiciado en la calle,
por la que, tras el disfraz de “El
Aguijón enmascarado”, apostábamos en nuestras vehementes soflamas y de la que gozamos durante un corto periodo, no hay ni rastro! Lo que queda es mero recuerdo.
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