miércoles, 14 de septiembre de 2011

DÍA DE VINO Y ROSAS (VIAJE SENTIMENTAL POR TASCAS Y BARES)




En un artículo publicado en el boletín número 8 de “El Aguijón” con un título Día de vino y rosas –que no ocultaba su homenaje a una película de Blake Edwards– se proponía un, como rezaba el subtítulo, viaje sentimental por tascas y bares. Firmado bajo el seudónimo del gran poeta persa Omar Khayyan, decía así:

Aquél día de descanso El Aguijón se encontraba ligeramente deprimido y su vena filosófica y existencial se hallaba excitada. Le ahogaban las paredes de su casa. Se levantó temprano – ¡las del alba serían! – y con paso decidido se encaminó hacia el Bar Parada, dispuesto a desayunar.

Difícilmente, salvo quizás el estanco de Anita, podría encontrarse otro lugar con el escaso espacio disponible tan bién aprovechado. Un par de encorbatados empleados de la banca, que poco a poco ha ido concentrándose en el centro de la Villa, degustaban sendos cafés apoyados en la barra.

- ¿Por qué tendrían aquel “aire” tan inconfundible?- pensó El Aguijón al saludarlos.
- Buenos días... buenas.

El café con leche cargado le reanimó mientras hojeaba el periódico sin prestarle demasiada atención. Atención que quedó prendida de la conversación que sostenían en alta voz los “acuáticos” que, desde esa temprana hora, ocupaban una de las mesitas de la terraza; conversación que, aparte de asuntos estrictamente comerciales, solía girar en torno a las gentes de la Villa, en tono crítico y “despellejador”

La musiquilla ambiental llenaba el local con las notas – oportunas, pensó – de la vieja y pegadiza melodía: Si yo tuviera una escoba, si yo tuviera una escoba, si yo tuviera una escoba, ¡cuantas cosas barrería!

Pagó y salió, mientras una de las mesas de dominó era ocupada por un par de militares retirados y dos asiduos clientes que iniciaban, así, aquel día,para ellos tttaaaann laaargooo.

Cruzó la calzada y se dirigió hacia el puente sin saber muy exactamente en qué emplear la mañana.

- ¿Qué tal?. ¡Ah, hola!. ¿A donde vas?. No sé... Acompáñame hasta la parada de guaguas.

Descendieron Calvario abajo, mientras la calle comenzaba a llenarse de automóviles y gente que, con apresuramiento, caminaban hacia el Llano a coger la guagua que les conduciría a sus lugares de trabajo en el Puerto.

¡Cómo había cambiado la vida del pueblo, sus costumbres y fisonomía, desde los tiempos –tan lejanos ya– en que El Suizo, lugar al que se dirigían, se anunciaba en las revistas de la época y que ahora amarilleaban en alguna recóndita biblioteca!

Su mente volaba, “la servidumbre de la tierra o de las mansiones aristocráticas, hoy paulatinamente abandonadas, se ha trocado en trabajo asalariado en los hoteles. El feudalismo de los “señores” ha ido retrocediendo, la ciudad ha desplazado al campo...”
  
- ¿Te acuerdas de nuestros años de colegio?

La voz de su amigo lo sacó de su ensoñación; la voz y la visión del coñac sobre la barra del bar.

- Sí, claro, claro que me acuerdo

Por su mente cruzaron, como en una película animada de enorme velocidad, los cantos a Don Bosco y María Auxiliadora, la figura amenazadora del P´Consejero, las filas, las veladas, las misas y los horarios interminables... Y también los múltiples rostros de aquellos compañeros casi olvidados.

- La adolescencia es una etapa que deja su huella y a nosotros nos marcaron duro.

- Ahora las cosas son distintas

- Sí, quizás..., muchacho, ¡date prisa que se teeescapa la guagua

Desde luego, aquel día un tanto oscuro le estaba poniendo melancólico y sentimental. Comenzaba a sentirse viejo.

Compró una revista en la librería y se encaminó hacia el Bar de Eustaquio Lima. Necesitaba cambiar de estado de ánimo y, como para la mayoría de los hombres de su generación, ahora en la treintena, el alcohol continuaba siendo el estimulante.

El piso de madera, ahora recubierto de Sintasol, crujió con su peso. Pidió un coñac mientras echaba una ojeada a las estanterías, tras la barra, llenas de botellas con viejas etiquetas.

Abrió la revista y sus ojos chispearon al recorrer las anatomías de damas y mancebos.

- ¡Qué lejanos quedaban aquellos tiempos en los que, para regalarse con visiones de este tipo, había que refugiarse en lugares aislados! La verdad –pensó– es que, por otra parte, el desmoronamiento del franquismo había supuesto para muchos, sólo la posibilidad de disfrutar de una mayor permisividad visual en el terreno del sexo y que sus vidas y hábitos apenas habían variado. Dictadura o democracia poseían, para ellos, poco significado, ¡no les afectaban!

Ya a esa hora, además de los habituales mecánicos del taller de al lado, que hacían un alto en su trabajo, había algunos alumnos del Colegio Salesiano para los que, pensó, las reflexiones que le suscitaban aquellas incitantes formas, carecían de sentido.

Pese al desencanto que le producían aquellas expectativas, aun irrealizadas, que había abrigado en la época represiva, el coñac había obrado maravillas. Abandonó el bar “tonificado” y dispuesto a rememorar sus “viacrucis” de antaño, cuando, para afirmar sus personalidades en formación, él y sus amigos cogían unas “melopeas” de campeonato recorriendo bar tras bar.

Además –pensó– esta calle es, dado su nombre, sin lugar a dudas, la más idónea para el comienzo de ese itinerario.

La primera estación sería El Fariña. Hacía años que no lo visitaba. Resultaba curioso cómo cada círculo tenía su bar, sus lugares de reunión. El pueblo está fragmentado en grupos que difícilmente se mezclan.

El olor a calamares o a fritangos unido al aroma que desprendían los hot-dogs “inequívocamente americanos” del Palestra, le impidió cumplir su objetivo. Ni siquiera el alto espíritu de nazareno que le animaba pudo hacerle traspasar el umbral de la puerta. Huyó de allí. Los altos taburetes de aquella alta barra se quedaron sin servir de asiento a su trasero.

Y, sin embargo, aquel bar tenía su encanto; era el único que conservaba la estructura de antiguo café – también de una época ya definitivamente fenecida – al estilo del que albergara el viejo Hotel Victoria. Cafés ideales para tertulias que nunca se han celebrado, ni se celebrarán.

Cruzó la calzada – Píííí. Tacaaata. Grrrrrr. Moc. Moc... – y se refugió en el Tapias.

El progreso..., farfulló mientras se tomaba otro coñac y echaba pestes contra los motorizados que, poco a poco, iban convirtiendo el pueblo en un lugar infernal.

La carbonilla de las emanaciones de los escapes daba un tono gris a las paredes del bar al que solían acudir, a aquellas horas de la mañana, empleados del núcleo comercial de los alrededores y parados.

Casi sin notarlo se encontró en el Bar Orotava en el que aún no habían irrumpido sus parroquianos habituales.

Recordó aquella tarde en que, iluso él, pensó que una morenita, que no podía ocultar su origen propetario, le estaba mirando incitadoramente, sin advertir que el destinatario de aquél “fuego visual” era un policía armado que estaba a sus espaldas. “Hay que ver lo que hace un uniforme”, cuchicheó mientras se le desinflaba el pecho y se ruborizaba, avergonzado y ridículo.

Ni siquiera tuvo suerte cuando acudió a las máquinas de lotería, milagrosamente libres de los habituales forofos, para descargar, entre bolas, su frustración.

- ¡Coño!, que hoy es día 15 y tengo que ir al Juzgado. ¿Me cobra?

No pudo evitar la sensación de sordidez, de oscuridad, que siempre le trasmitían sus esporádicas visitas a aquel local torpemente decorado “a lo rústico”.

La terraza del Parada estaba animada. Jubilados, algún que otro desocupado, los acuáticos aún y tipos con pinta de extranjeros ocupaban las mesas mientras observaban, entre copa y cortado o tapa de ensaladilla, bajo el ensordecedor sonido de las motos a escape libre, el espectáculo variopinto de los transeuntes: el teatro de la vida, el cada vez más ruidoso y maloliente teatro de la vida, contemplado desde la platea.

Refrenó sus deseos de hacerles un corte de mangas y se sonrió al imaginar las reacciones que provocaría si se bajaba los pantalones y les mostraba el culo.

Después de cumplido el CHInCHOSO trámite judicial [había sido denunciado por injurias graves y se le había impuesto la obligación de personarse en el Juzgado cada quice días], El Aguijón se mezcló con los abogados, médicos y alguna auxiliar escapada que se “echaban la mañana” y con enfermos que engullían bocadillos y cortados, después de una espera a “palo seco” desde tempranas horas de la mañana, al tiempo que comentaban la increíble capacidad de algunos galenos quienes, con un simple golpe de vista recetaban remedios milagrosos. “Sabia es la naturaleza ... y resistente” musitó El Aguijón mientras se pasaba al whisky. “la verdad es que aquel bar no tenía personalidad alguna”.

El día había clareado. Decidió tomarse un aperitivo ligero y, por una extraña asociación de ideas, pensó en el Kiosko.

- Un martini con ginebra...

- Martini no hay

- Cinzano entonces...

- Tampoco

- Entonces tomaré una tapa de...

- De queso, sólo tenemos queso.

- En fin, ¡qué remedio!

Oh Dios que buen bar si “oviese” buen servicio... y sentido comercial

         Sin lugar a dudas el aperitivo resultó ligero, aunque estaba seguro, ¡eso sí!, de que el pan tenía efectivamente queso.

         El banco de piedra frente al Kiosko estaba lleno de jóvenes críticos que desde otra óptica, propia de los años, repetían los mismos hábitos que sus mayores ejercitaban en El Parada. La Villa podía enorgullecerse de poseer dos potentes mentideros.

-  ¿Qué te parece si vamos pensando en comer?

-  De acuerdo, ¿a donde vamos?

-    A mí me gustaría lanzarme unos conejitos...

-   ¿Qué tal El Polvorín?

-  Pufff..., eso puede resultar tipismo para guiris. Y tipismo incómodo con bancos “ad hoc” para comidas rápidas. Prefiero un lugar más tranquilo.

-  ¡Onelia!. Vamos a Casa Onelia

“La verdad es que las posibilidades gastronómicas que tascas y restaurantes ofrecen en nuestro pueblo son bastante escasas” –pensó El Aguijón, mientras las tripas emprendían movimientos incontrolados y su mente se llenaba de imágenes que le retrotraían a aquellos eslóganes simplistas pero de rico y variado contenido culinario, “De la vida la comida, Cuesta Arriba”. Sacudió con energía la cabeza, comprendiendo que en cuestiones de comida, y a la hora precisa de comer, no convenía ser nostálgico.

Al dirigirse hacia la Villa de Arriba no pudo, sin embargo, evitar el que acudieran en tropel recuerdos de su adolescencia, no tan lejana, en los que esta calle era circuito obligado de las andanzas de su grupo en época de jarana y en época de conspiración: La Baronesa –nueces y cabrito empanado con papas fritas redonditas, entre toneles– Onelia –conejos, croquetas y ensaladilla– y, como no, Marcelino, afamado por sus enormes tortillas; sedes, todas ellas, de tantos proyectos y esperanzas, realizadas unas y abortadas otras.

No era precisamente el silencio la nota característica de aquel zaguán de entrada a Casa Onelia; el ruido de voces de los salones de la derecha y las órdenes dictadas a la cocina que se veía enfrente atronaban el ambiente.

Pasaron al patio y se metieron en uno de los cuartitos laterales, donde, con el sabor de la comida, sintieron presencias ya olvidadas.

-  Sobre gustos no hay nada escrito – sentenció El Aguijón para concluir la discusión que, sobre la bondad del conejo recién engullido, sostenía con su amigo.

Montados en el torbellino de los recuerdos avivados por el vino y el estómago lleno, decidieron rematar la faena gastronómica con una Copa Taoro, un café, un coñac y un puro.

         Egon Wende conservaba practicamente intacto su antiguo ambiente. Aquel mostrador de cristal que exhibía los dulces, la barroca máquina registradora y los frascos con caramelos y chocolatinas, las mesas de tapa marmórea y las sillas de madera, los manteles a cuadros y aquella celosía verde...

         Saludaron a las tres señoras mayores que tomaban chocolate con nata intentando en cada sorbo recuperar –como personajes de Proust– el tiempo perdido.

         Todo parecía congelado – sólo faltaba una ruidosa celebración de cumpleaños o un bautizo y la dinámica figura del rezongón D. Ego recriminando a un Paco vacilante y lento – y, sin embargo, el encanto quedó roto cuando aquella recordada Copa Taoro le fue servida en un vulgar vado de Duralex.

-     La comida, como la vida, tiene su ritual y en la ceremonia es necesario cuidar tanto la esencia como la presencia –  pensó nuestro personaje

Al despedir a su amigo se dio cuenta de que había cosas irrecuperables y algo tan elemental como eso le fue revelado por un prosaico vaso de Duralex.

Decidido a curarse en salud se dirigió a los bares que frecuentaba la juventud –“ que lozana se desarrolla en nuestros pagos”–; su ánimo era “campoamoresco”.

“Es posible que este estilo, tan impersonal para mí, sea la personalidad real de estos bares”. El espejo le devolvió una imagen algo decadente, en un local lleno de gente, donde se adivinaba algún gay y, sobre todo, jovencitas y jovencitos instituteros que conversaban apoyados en una barra de borde metalizado o en mesas de tapa de formica, después de una, generalmente tediosa, jornada escolar.

Proyectos, planes y un intercambio de frases en un vocabulario que al Aguijón –acostumbrado a la retórica– le pareció pobre, pero que a ellos les bastaba para comunicarse y para intercambiar ideas, sentimientos y sensaciones.

“El trato directo había simplificado los caminos; el adorno y el aderezo que antaño servían para “dorar la píldora” ¡desconocida entonces!– ahora resultaban innecesarios. Quizás esto empobrecía el lenguaje. Sí, sí, eso y la cultura visual, televisual más exactamente”

Los dos cuba libres le permitieron aguantar la sonrisa conmiserativa que le dirigió aquella rubita de pelo corto, cuando intentó ligar.

-  Estás gagá, tío ... ¡Jo, macho, más acabado que Machín!

Algo dolido por su fracaso al intentar volver al presente – el salto de 10 años fue excesivo – decidió dirigirse al Galerías, donde sentaban sus reales damas de edad más próxima a la suya, quizás más proclives a rendirse a sus encantos.

Raudo, cruzó veloz eltantas veces recorrido itinerario de la parada y entrevió al pasar por el Almeida la familiar imagen de los parroquianos que, cogote en alto, contemplaban las imágenes –¡o la repetición de las imágenes!, tanto da– de un partido de fútbol. Los efectos resecadores del cerebro de la droga que tanto suministró “a los españoles todos” nuestro desaparecido D. Claudio, se reforzaba, ya desde entonces, en este bar con la abundante generación de tortícolis crónicas.

El Aguijón notó que en el ambiente de El Galerías flotaba cierto aire de caza y pesca, que los jóvenes y no tan jóvenes clientes se habían preocupado de su aspecto personal y preparado sus instrumentos para estas apasionantes artes.

“A aquel bar se iba después de cambiarse la ropa de faena –los que faenaran– a tomar una copa y, en múltiples ocasiones, como una etapa intermedia para arrancar el vuelo hacia otros pagos”.

La bien surtida botellería le permitió endulzarsela boca –amarga después de su frustrante jornada– con un Bayleys”

Después de una insustancial conversación con un par de solitarios conocidos, decidi´lanzarse a fondo con una de las habituales parroquianas y, ¡oh, manes del destino! el contacto se estableció. Poco a poco fue recobrando la confianza en sí mismo y, con la confianza, la audacia.

Juntos decidieron un plan de acción inmediata –una cena ligera y rápida (lo que automáticamente descartó un viaje a Casa Matías en busca de un revuelto de “carne chicago” o al Engazo a atiborrarse de pescado salado, gofio y papas)– una copa estimulante en el Martín Fierro, un precalentamiento incompleto en El Banana y ... “mecha p´alante” después.

Allí, en aquella mesa debajo de la escalera –lugar de tantas conversaciones sobre lo divino y lo humano (religión y política, los dos ejes de la rebeldía de los hombres de su generación , ¡el sexo llegó más tarde!)– al abrigo, como antaño, de miradas indiscretas, El Aguijón recobró el ánimo estimulado por una comida casera y por un ambiente aún no perdido, aunque sí amenazado por la irrupción de un televisor –hoy, por suerte, inactivo. En el aire la voz rasgada del Louis Amstrong del timple ponía su nota de cotidianeidad, mientras el vino y los gin fizz de rigor eliminaban las últimas barreras entre dos corazones solitarios.

Como en un vértigo, El Aguijón recuerda ahora, entre nubes, con la cabeza próxima al estallido, una veloz sucesión de imágenes y de sensaciones físicas agradables al lado de aquella voz, aquel cuerpo, aquella boca y aquellos ojos –las canciones entonadas una y otra vez por aquél grupo en el Martín Fierro, las miradas tristes y las sonrisas forzadas de los que no tienen nada que comunicarse, la veloz huida hacia el club de enfrente, buscando una oscuridad propicia para besarse y proseguir, a otro nivel, un juego erótico ya iniciado en el coche; los deseos de soledad compartida donde abandonar el juego para encontrar la verdad de los cuerpos desnudos y, finalmente, el contacto total, sin subterfugios.

Satisfecho y tambaleante El Aguijón prosigue su itinerario, dispuesto, ¡después de tanto tiempo!, a la caída final, en bares y tascas de ambiente proletario, sórdido a veces, frecuentados por hombres que tratan de matar la insatisfacción de sus vidas golpeadas.

Borracho, entre entrañables borrachos, El Aguijón, después de una larga marcha que se reinició en Casa Emiliano y continuó en Casa Pancho el Cojo y La Bicha, acabó su “via crucis” –¡ironías del destino!– tumbado sobre la barra del bar del Santísimo, después de ingerir el último vaso de vino.                         


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