En un artículo publicado en el boletín número 8 de
“El Aguijón” con un título Día de vino y
rosas –que no ocultaba su homenaje a una película de Blake Edwards– se
proponía un, como rezaba el subtítulo, viaje
sentimental por tascas y bares. Firmado bajo el seudónimo del gran poeta persa Omar Khayyan, decía así:
Aquél día de
descanso El Aguijón se encontraba ligeramente deprimido y su vena filosófica y
existencial se hallaba excitada. Le ahogaban las paredes de su casa. Se levantó
temprano – ¡las del alba serían! – y con paso decidido se encaminó hacia el Bar
Parada, dispuesto a desayunar.
Difícilmente,
salvo quizás el estanco de Anita, podría encontrarse otro lugar con el escaso
espacio disponible tan bién aprovechado. Un par de encorbatados empleados de la
banca, que poco a poco ha ido concentrándose en el centro de la Villa,
degustaban sendos cafés apoyados en la barra.
- ¿Por qué tendrían aquel “aire” tan inconfundible?-
pensó El Aguijón al saludarlos.
- Buenos días... buenas.
El café con
leche cargado le reanimó mientras hojeaba el periódico sin prestarle demasiada
atención. Atención que quedó prendida de la conversación que sostenían en alta
voz los “acuáticos” que, desde esa temprana hora, ocupaban una de las mesitas
de la terraza; conversación que, aparte de asuntos estrictamente comerciales, solía
girar en torno a las gentes de la Villa, en tono crítico y “despellejador”
La musiquilla
ambiental llenaba el local con las notas – oportunas, pensó – de la vieja y
pegadiza melodía: Si yo tuviera una escoba, si yo tuviera una escoba, si yo
tuviera una escoba, ¡cuantas cosas barrería!
Pagó y salió,
mientras una de las mesas de dominó era ocupada por un par de militares
retirados y dos asiduos clientes que iniciaban, así, aquel día,para ellos
tttaaaann laaargooo.
Cruzó la
calzada y se dirigió hacia el puente sin saber muy exactamente en qué emplear
la mañana.
- ¿Qué tal?. ¡Ah, hola!. ¿A donde vas?. No sé...
Acompáñame hasta la parada de guaguas.
Descendieron
Calvario abajo, mientras la calle comenzaba a llenarse de automóviles y gente
que, con apresuramiento, caminaban hacia el Llano a coger la guagua que les
conduciría a sus lugares de trabajo en el Puerto.
¡Cómo
había cambiado la vida del pueblo, sus costumbres y fisonomía, desde los
tiempos –tan lejanos ya– en que El Suizo, lugar al que se dirigían, se
anunciaba en las revistas de la época y que ahora amarilleaban en alguna
recóndita biblioteca!
Su mente
volaba, “la servidumbre de la tierra o de las mansiones aristocráticas, hoy
paulatinamente abandonadas, se ha trocado en trabajo asalariado en los hoteles.
El feudalismo de los “señores” ha ido retrocediendo, la ciudad ha desplazado al
campo...”
- ¿Te acuerdas de nuestros años de colegio?
La voz de su
amigo lo sacó de su ensoñación; la voz y la visión del coñac sobre la barra del
bar.
- Sí, claro, claro que me acuerdo
Por su mente
cruzaron, como en una película animada de enorme velocidad, los cantos a Don
Bosco y María Auxiliadora, la figura amenazadora del P´Consejero, las filas,
las veladas, las misas y los horarios interminables... Y también los múltiples
rostros de aquellos compañeros casi olvidados.
- La adolescencia es una etapa que deja su huella y a
nosotros nos marcaron duro.
- Ahora las cosas son distintas
- Sí, quizás..., muchacho, ¡date prisa que se teeescapa
la guagua
Desde luego,
aquel día un tanto oscuro le estaba poniendo melancólico y sentimental.
Comenzaba a sentirse viejo.
Compró una
revista en la librería y se encaminó hacia el Bar de Eustaquio Lima. Necesitaba
cambiar de estado de ánimo y, como para la mayoría de los hombres de su
generación, ahora en la treintena, el alcohol continuaba siendo el estimulante.
El piso de
madera, ahora recubierto de Sintasol, crujió con su peso. Pidió un coñac
mientras echaba una ojeada a las estanterías, tras la barra, llenas de botellas
con viejas etiquetas.
Abrió la
revista y sus ojos chispearon al recorrer las anatomías de damas y mancebos.
- ¡Qué
lejanos quedaban aquellos tiempos en los que, para regalarse con visiones de
este tipo, había que refugiarse en lugares aislados! La verdad –pensó– es que,
por otra parte, el desmoronamiento del franquismo había supuesto para muchos,
sólo la posibilidad de disfrutar de una mayor permisividad visual en el terreno
del sexo y que sus vidas y hábitos apenas habían variado. Dictadura o
democracia poseían, para ellos, poco significado, ¡no les afectaban!
Ya a esa
hora, además de los habituales mecánicos del taller de al lado, que hacían un
alto en su trabajo, había algunos alumnos del Colegio Salesiano para los que,
pensó, las reflexiones que le suscitaban aquellas incitantes formas, carecían
de sentido.
Pese al
desencanto que le producían aquellas expectativas, aun irrealizadas, que había
abrigado en la época represiva, el coñac había obrado maravillas. Abandonó el
bar “tonificado” y dispuesto a rememorar sus “viacrucis” de antaño, cuando,
para afirmar sus personalidades en formación, él y sus amigos cogían unas
“melopeas” de campeonato recorriendo bar tras bar.
Además
–pensó– esta calle es, dado su nombre, sin lugar a dudas, la más idónea para el
comienzo de ese itinerario.
La primera
estación sería El Fariña. Hacía años que no lo visitaba. Resultaba curioso cómo
cada círculo tenía su bar, sus lugares de reunión. El pueblo está fragmentado
en grupos que difícilmente se mezclan.
El olor a
calamares o a fritangos unido al aroma que desprendían los hot-dogs
“inequívocamente americanos” del Palestra, le impidió cumplir su objetivo. Ni
siquiera el alto espíritu de nazareno que le animaba pudo hacerle traspasar el
umbral de la puerta. Huyó de allí. Los altos taburetes de aquella alta barra se
quedaron sin servir de asiento a su trasero.
Y, sin
embargo, aquel bar tenía su encanto; era el único que conservaba la estructura
de antiguo café – también de una época ya definitivamente fenecida – al estilo
del que albergara el viejo Hotel Victoria. Cafés ideales para tertulias que
nunca se han celebrado, ni se celebrarán.
Cruzó la
calzada – Píííí. Tacaaata. Grrrrrr. Moc. Moc... – y se refugió en el Tapias.
El
progreso..., farfulló mientras se tomaba otro coñac y echaba pestes contra los
motorizados que, poco a poco, iban convirtiendo el pueblo en un lugar infernal.
La carbonilla
de las emanaciones de los escapes daba un tono gris a las paredes del bar al
que solían acudir, a aquellas horas de la mañana, empleados del núcleo
comercial de los alrededores y parados.
Casi sin
notarlo se encontró en el Bar Orotava en el que aún no habían irrumpido sus
parroquianos habituales.
Recordó
aquella tarde en que, iluso él, pensó que una morenita, que no podía ocultar su
origen propetario, le estaba mirando incitadoramente, sin advertir que el
destinatario de aquél “fuego visual” era un policía armado que estaba a sus
espaldas. “Hay que ver lo que hace un uniforme”, cuchicheó mientras se le
desinflaba el pecho y se ruborizaba, avergonzado y ridículo.
Ni siquiera
tuvo suerte cuando acudió a las máquinas de lotería, milagrosamente libres de
los habituales forofos, para descargar, entre bolas, su frustración.
- ¡Coño!, que hoy es día 15 y tengo que ir al Juzgado.
¿Me cobra?
No pudo evitar
la sensación de sordidez, de oscuridad, que siempre le trasmitían sus
esporádicas visitas a aquel local torpemente decorado “a lo rústico”.
La terraza
del Parada estaba animada. Jubilados, algún que otro desocupado, los acuáticos
aún y tipos con pinta de extranjeros ocupaban las mesas mientras observaban,
entre copa y cortado o tapa de ensaladilla, bajo el ensordecedor sonido de las
motos a escape libre, el espectáculo variopinto de los transeuntes: el teatro
de la vida, el cada vez más ruidoso y maloliente teatro de la vida, contemplado
desde la platea.
Refrenó sus
deseos de hacerles un corte de mangas y se sonrió al imaginar las reacciones
que provocaría si se bajaba los pantalones y les mostraba el culo.
Después de
cumplido el CHInCHOSO trámite judicial [había sido denunciado por injurias
graves y se le había impuesto la obligación de personarse en el Juzgado cada
quice días], El Aguijón se mezcló con los abogados, médicos y alguna auxiliar
escapada que se “echaban la mañana” y con enfermos que engullían bocadillos y
cortados, después de una espera a “palo seco” desde tempranas horas de la
mañana, al tiempo que comentaban la increíble capacidad de algunos galenos
quienes, con un simple golpe de vista recetaban remedios milagrosos. “Sabia es
la naturaleza ... y resistente” musitó El Aguijón mientras se pasaba al whisky.
“la verdad es que aquel bar no tenía personalidad alguna”.
El día había
clareado. Decidió tomarse un aperitivo ligero y, por una extraña asociación de
ideas, pensó en el Kiosko.
- Un martini con ginebra...
- Martini no hay
- Cinzano entonces...
- Tampoco
- Entonces tomaré una tapa de...
- De queso, sólo tenemos queso.
- En fin, ¡qué remedio!
Oh Dios que
buen bar si “oviese” buen servicio... y sentido comercial
Sin
lugar a dudas el aperitivo resultó ligero, aunque estaba seguro, ¡eso sí!, de
que el pan tenía efectivamente queso.
El
banco de piedra frente al Kiosko estaba lleno de jóvenes críticos que desde
otra óptica, propia de los años, repetían los mismos hábitos que sus mayores
ejercitaban en El Parada. La Villa podía enorgullecerse de poseer dos potentes
mentideros.
- ¿Qué te parece si vamos pensando en comer?
- De acuerdo, ¿a donde vamos?
- A mí me gustaría lanzarme unos conejitos...
- ¿Qué tal El Polvorín?
- Pufff..., eso puede resultar tipismo para guiris. Y tipismo incómodo con bancos “ad hoc” para comidas rápidas. Prefiero un lugar más tranquilo.
- ¡Onelia!. Vamos a Casa Onelia
“La verdad es
que las posibilidades gastronómicas que tascas y restaurantes ofrecen en
nuestro pueblo son bastante escasas” –pensó El Aguijón, mientras las tripas
emprendían movimientos incontrolados y su mente se llenaba de imágenes que le
retrotraían a aquellos eslóganes simplistas pero de rico y variado contenido
culinario, “De la vida la comida, Cuesta Arriba”. Sacudió con energía la
cabeza, comprendiendo que en cuestiones de comida, y a la hora precisa de
comer, no convenía ser nostálgico.
Al dirigirse
hacia la Villa de Arriba no pudo, sin embargo, evitar el que acudieran en
tropel recuerdos de su adolescencia, no tan lejana, en los que esta calle era
circuito obligado de las andanzas de su grupo en época de jarana y en época de
conspiración: La Baronesa –nueces y cabrito empanado con papas fritas
redonditas, entre toneles– Onelia –conejos, croquetas y ensaladilla– y, como
no, Marcelino, afamado por sus enormes tortillas; sedes, todas ellas, de tantos
proyectos y esperanzas, realizadas unas y abortadas otras.
No era
precisamente el silencio la nota característica de aquel zaguán de entrada a
Casa Onelia; el ruido de voces de los salones de la derecha y las órdenes
dictadas a la cocina que se veía enfrente atronaban el ambiente.
Pasaron al
patio y se metieron en uno de los cuartitos laterales, donde, con el sabor de
la comida, sintieron presencias ya olvidadas.
- Sobre gustos no hay nada escrito – sentenció El
Aguijón para concluir la discusión que, sobre la bondad del conejo recién
engullido, sostenía con su amigo.
Montados en
el torbellino de los recuerdos avivados por el vino y el estómago lleno,
decidieron rematar la faena gastronómica con una Copa Taoro, un café, un coñac
y un puro.
Egon
Wende conservaba practicamente intacto su antiguo ambiente. Aquel mostrador de
cristal que exhibía los dulces, la barroca máquina registradora y los frascos
con caramelos y chocolatinas, las mesas de tapa marmórea y las sillas de
madera, los manteles a cuadros y aquella celosía verde...
Saludaron
a las tres señoras mayores que tomaban chocolate con nata intentando en cada
sorbo recuperar –como personajes de Proust– el tiempo perdido.
Todo
parecía congelado – sólo faltaba una ruidosa celebración de cumpleaños o un
bautizo y la dinámica figura del rezongón D. Ego recriminando a un Paco
vacilante y lento – y, sin embargo, el encanto quedó roto cuando aquella
recordada Copa Taoro le fue servida en un vulgar vado de Duralex.
-
La comida, como la vida, tiene su ritual y en la
ceremonia es necesario cuidar tanto la esencia como la presencia – pensó nuestro personaje
Al despedir a
su amigo se dio cuenta de que había cosas irrecuperables y algo tan elemental
como eso le fue revelado por un prosaico vaso de Duralex.
Decidido a
curarse en salud se dirigió a los bares que frecuentaba la juventud –“ que
lozana se desarrolla en nuestros pagos”–; su ánimo era “campoamoresco”.
“Es posible
que este estilo, tan impersonal para mí, sea la personalidad real de estos
bares”. El espejo le devolvió una imagen algo decadente, en un local lleno de
gente, donde se adivinaba algún gay y, sobre todo, jovencitas y jovencitos
instituteros que conversaban apoyados en una barra de borde metalizado o en
mesas de tapa de formica, después de una, generalmente tediosa, jornada
escolar.
Proyectos,
planes y un intercambio de frases en un vocabulario que al Aguijón –acostumbrado a la retórica– le pareció pobre, pero que a ellos les bastaba
para comunicarse y para intercambiar ideas, sentimientos y sensaciones.
“El trato
directo había simplificado los caminos; el adorno y el aderezo que antaño
servían para “dorar la píldora” –¡desconocida entonces!– ahora resultaban
innecesarios. Quizás esto empobrecía el lenguaje. Sí, sí, eso y la cultura
visual, televisual más exactamente”
Los dos cuba
libres le permitieron aguantar la sonrisa conmiserativa que le dirigió aquella
rubita de pelo corto, cuando intentó ligar.
- Estás gagá, tío ... ¡Jo, macho, más acabado que
Machín!
Algo dolido
por su fracaso al intentar volver al presente – el salto de 10 años fue
excesivo – decidió dirigirse al Galerías, donde sentaban sus reales damas de
edad más próxima a la suya, quizás más proclives a rendirse a sus encantos.
Raudo, cruzó
veloz eltantas veces recorrido itinerario de la parada y entrevió al pasar por
el Almeida la familiar imagen de los parroquianos que, cogote en alto,
contemplaban las imágenes –¡o la repetición de las imágenes!, tanto da– de un
partido de fútbol. Los efectos resecadores del cerebro de la droga que tanto
suministró “a los españoles todos” nuestro desaparecido D. Claudio, se
reforzaba, ya desde entonces, en este bar con la abundante generación de
tortícolis crónicas.
El Aguijón
notó que en el ambiente de El Galerías flotaba cierto aire de caza y pesca, que
los jóvenes y no tan jóvenes clientes se habían preocupado de su aspecto
personal y preparado sus instrumentos para estas apasionantes artes.
“A aquel bar
se iba después de cambiarse la ropa de faena –los que faenaran– a tomar una
copa y, en múltiples ocasiones, como una etapa intermedia para arrancar el
vuelo hacia otros pagos”.
La bien
surtida botellería le permitió endulzarsela boca –amarga después de su
frustrante jornada– con un Bayleys”
Después de
una insustancial conversación con un par de solitarios conocidos,
decidi´lanzarse a fondo con una de las habituales parroquianas y, ¡oh, manes
del destino! el contacto se estableció. Poco a poco fue recobrando la confianza
en sí mismo y, con la confianza, la audacia.
Juntos
decidieron un plan de acción inmediata –una cena ligera y rápida (lo que
automáticamente descartó un viaje a Casa Matías en busca de un revuelto de
“carne chicago” o al Engazo a atiborrarse de pescado salado, gofio y papas)–
una copa estimulante en el Martín Fierro, un precalentamiento incompleto en El
Banana y ... “mecha p´alante” después.
Allí, en
aquella mesa debajo de la escalera –lugar de tantas conversaciones sobre lo divino
y lo humano (religión y política, los dos ejes de la rebeldía de los hombres de
su generación , ¡el sexo llegó más tarde!)– al abrigo, como antaño, de miradas
indiscretas, El Aguijón recobró el ánimo estimulado por una comida casera y por
un ambiente aún no perdido, aunque sí amenazado por la irrupción de un
televisor –hoy, por suerte, inactivo. En el aire la voz rasgada del Louis Amstrong
del timple ponía su nota de cotidianeidad, mientras el vino y los gin fizz de
rigor eliminaban las últimas barreras entre dos corazones solitarios.
Como en un
vértigo, El Aguijón recuerda ahora, entre nubes, con la cabeza próxima al
estallido, una veloz sucesión de imágenes y de sensaciones físicas agradables
al lado de aquella voz, aquel cuerpo, aquella boca y aquellos ojos –las
canciones entonadas una y otra vez por aquél grupo en el Martín Fierro, las
miradas tristes y las sonrisas forzadas de los que no tienen nada que
comunicarse, la veloz huida hacia el club de enfrente, buscando una oscuridad
propicia para besarse y proseguir, a otro nivel, un juego erótico ya iniciado
en el coche; los deseos de soledad compartida donde abandonar el juego para
encontrar la verdad de los cuerpos desnudos y, finalmente, el contacto total,
sin subterfugios.
Satisfecho y
tambaleante El Aguijón prosigue su itinerario, dispuesto, ¡después de tanto
tiempo!, a la caída final, en bares y tascas de ambiente proletario, sórdido a
veces, frecuentados por hombres que tratan de matar la insatisfacción de sus
vidas golpeadas.
Borracho, entre
entrañables borrachos, El Aguijón, después de una larga marcha que se reinició
en Casa Emiliano y continuó en Casa Pancho el Cojo y La Bicha, acabó su “via
crucis” –¡ironías del destino!– tumbado sobre la barra del bar del Santísimo,
después de ingerir el último vaso de vino.
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