miércoles, 17 de noviembre de 2010

UNAS NOTAS PARA OTRA HISTORIA DE LA OROTAVA I



Siempre me ha resultado curioso comprobar que cuando se habla de la historia de La Orotava, apenas hay referencias a la actividad que, bajo el franquismo y los inicios de la democracia, desarrollaron los sectores de lo que podríamos llamar la "izquierda"o, incluso en sentido más amplio, la oposición democrática. Se da, así, la extraña paradoja de que quienes crecieron al amparo del "Régimen" –en absoluto silencio o en tibia colaboración con él– han acabado usurpando todo el protagonismo de la transición hacia una sociedad democrática, llegando, incluso, a reescribir los acontecimientos.

Estas primeras notas que incluyo a continuación tienen como hilo conductor la peripecia del Cineclub Orotava, aunque en ellas se hacen, también, algunas breves incursiones en otros terrenos. En cualquier caso pretenden incitar a los protagonistas de esa parcela poco publicitada y por ello poco conocida de nuestro pasado, a poner "negro sobre blanco" cuanto saben.

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La Orotava, en el momento en que el Cineclub vio la luz, 1964, ofrecía pocas posibilidades de ampliar horizontes a unos jóvenes, educados en su mayoría en el Cole­gio Salesiano. La educación recibida, huelga decido, obedecía al patrón del nacional catolicismo de la época: disciplina, represión, temor a las disolventes ideas liberales, etc.; y en este Colegio –cuya importancia en la articulación de la vida social, cultural y política de este Municipio requeriría un estudio a fondo– todas estas características del nacional catolicismo se llevaban hasta sus últimas consecuencias: las lecturas estaban fuertemente controladas y no se potenciaban, los espectáculos –y en concreto el cine– ­eran considerados como fuente de peligros (la calificación moral de las películas "del 1 , del 2, del 3 y del 3R y del 4", actuaba como referente, marcaba los límites para cada edad), el pecado, en suma, gravitaba, omnipresente, sobre todas las actividades cotidianas.

Al mismo tiempo, aunque de modo soterrado, aún eran perceptibles las huellas dejadas por una contienda incivil que acarreó muertes no sólo como producto de una batalla sino, lo que era más sórdido, como consecuencia de una represión que para algu­nos sería mortal. Una pesada losa de silencios y de odios, a duras penas contenidos, impregnaba –pese a que no fuera sencillo percibirlo– el aparentemente apacible discu­rrir cotidiano. Poco a poco, sin embargo, íbamos situando a ciertos personajes.

En los bares, en los centros de reunión, como la Acción Católica o el Liceo, fue haciéndose posible el encuentro entre dos generaciones de jóvenes –los nacidos durante o un poco antes de la Guerra Civil y los nacidos después de la contienda– que, con distintos niveles de compromiso, compartieron experiencias de todo tipo: a algunos les resultaba interesante Monseñor Fulton Sheen y a otros les inquietaba Dostoyeski.

El papel que el cine jugó en la infancia y la adolescencia de muchos de nosotros aparece poéticamente sugerido en la turbadora película de Víctor Erice El espíritu de la colmena: los ojos de la pequeña Ana Torrent fascinada por las imágenes del Frankestein de James Whale son la ventana abierta a otros mundos, a otra realidad distinta de aquella –hecha de silencios– de la que hay que escapar y de la que tan difícilmente puede escaparse. El cine impidió, sin duda, en gran medida que se nos helara el alma y ayudó, en múltiples ocasiones y sobre todo en las últimas filas de la sala, a que se nos calentara el cuerpo (¡qué joven de nuestra generación –y de tantas otras– no inició sus escarceos amoro­sos y el descubrimiento del otro sexo en la oscuridad de las sesiones de tarde del Atlante o del Cine Orotava!). No es extraño que en él buscáramos una vía de escape: sumergirte en sus historias era borrar nuestra historia próxima.

Pese al ambiente opresivo y opresor, que antes hemos sugerido, la anulación de la per­sonalidad de algunos individuos no fue completa y, a través de ciertos libros –entre los que destacaría el catolicismo social y "comprometido" de Maxence van der Mersch (Cuerpos y almas, Una esclavitud de nuestro tiempo), las heterodoxias de Giovanni Papini (Gog, El libro negro, Palabras y sangre) o las preocupaciones existenciales de Unamuno (La agonía del cristianismo, El sentimiento trágico de la vida)–, de algunos viajes al territorio peninsu­lar y de quien sabe qué otras vías, fue calando un cierto cristianismo de nuevo cuño, más abierto, crítico y solidario y gestándose más de una disidencia. Se crearon secciones de Acción Católica que tenían extraños nombres –JIC, JEC y JOC– y fue desplegándose así un cierto pensamiento heterodoxo y contestatario.

En este clima de impregnación eclesiástica no es extraño que la crisis religiosa, la liberación del corsé católico, fuera la muestra más significativa de un cierto deshielo ideoló­gico. El descubrimiento de otros autores como Camus, Sartre, Bemanos, Henry Miller, etc. y de libros como La Peste o El extranjero, Los caminos de la libertad o La náusea, El diario de un cura rural o, más tarde, Los cementerios bajo la luna, los Trópicos, etc. –en circuitos paralelos y clandestinos– fue per­mitiendo la emergencia de un pen­samiento más libre que conduci­ría a la puesta en cuestión de un sistema, religioso, familiar y polí­tico, mentiroso y falso. La rebel­día juvenil encontró, en nuestro caso, su causa.

Existía un mundo, mucho más rico y estimulante, di­ferente de aquél que nuestros edu­cadores o nuestros padres nos presentaban como único mundo posible. ¡Podíamos pensar de otro modo!. Poco a poco fue hacién­dose palpable la falsificación de un pasado, hasta entonces de blancos y negros, no tan lejano y que había quedado aplastado por una guerra que comenzaría­mos a observar con nuevos ojos. Los viejos republicanos, volve­rían a encontrar, en unos jóve­nes nacidos después de esa con­tienda fratricida, oídos recepti­vos a unas ideas que durante mucho tiempo habían tenido que sofocar; la búsqueda de tes­timonios de los vencidos pasó a ser una obsesión. Sender, Arturo Barea, Max Aub, Malraux, Mi­guel Hernandez, Lorca, Neruda, etc., comenzarían así a ser parte de nuestra educación sentimen­tal. Incluso las borracheras ayu­daban a desinhibirmos y más de una vez acababan por desatar­nos la lengua para acabar gritan­do vivas a la República.

En el proceso de descu­brimiento de la literatura jugaría un papel importante la labor desarrollada por la Biblioteca Pú­blica, y más en concreto por el que sería, durante la mayor par­te de este periodo que ahora his­toriamos, su bibliotecario –Eulogio Domingo Méndez. Desde el periódico AHORA, en Septiembre de 1965, se saluda­ba la apertura de la misma con estas palabras: Esperábamos desde hace mucho tiempo que la Biblioteca, insta­lada en la planta baja del Pala­cio Municipal e inaugurada oficialmente desde hace un par de años, quedase abierta al públi­co. Pues bien, desde hace varias semanas se encuentra en funcio­nes todos los días hábiles de 6 a 9 de la tarde. Dicha Biblioteca es bastante notable y se piensa perfeccionarla con el tiempo.

Solo tiene el pequeño defecto de los ruidos que ocasio­nan los ensayos de la Agrupa­ción Musical Orotava y las molestias que producen algunos ni­ños al lector. No obstante estos defectos, que fácilmente se pue­den subsanar, no podemos silen­ciar la enorme alegría que nos produce el tener a nuestro al­cance una buena Biblioteca.

Cualquier manifestación que se saliera de la cotidianeidad, por inocua que fuera, era vivida corno un acontecimiento importante y algunas figu­ras pasaron a convertirse en iconos míticos. El Ché, Fidel, Lumumba, Ho Chi Mihn y, más tarde, Allen­de, encarnaban, al mismo tiempo, los afanes revo­lucionarios de unos pueblos que nos parecían he­roicos y nuestros propios deseos de liberación per­sonal; lo mejor de nosotros mismos –¡al menos eso sentíamos entonces! – se proyectaba en ellos. El control, la sensación de estar transgrediendo lo permitido, fue empujando a al­gunos a refugiarse en una actividad clandestina, inofensiva en la mayor parte de los casos durante este periodo. Forzados por un sistema político que no soportaba manifestación alguna de crítica y de libertad y que, como todos los totalitarismos, tenía sus confidentes, sus soplones, fuimos estable­ciendo lazos con algunos «notorios» activistas. Nos convertimos así en presa, en motivo de ocupación para esos confidentes que remoloneaban alrededor de los grupos, asistían asiduamente a las sesiones de Cineclub, visitaban bares y tabernas y elabora­ban informes...

Ganar espacios de libertad, esa era nues­tra aspiración máxima, expresar nuestra persona­lidad sofocada. Así fueron construyéndose diver­sas plataformas –los periódicos, el Cineclub, las asociaciones, etc.– que, por pura necesidad, crecieron el amparo de instituciones religiosas –las únicas que gozaban entonces de cierta autono­mía al margen (¿o al lado?) de las que oficial­mente estaban adscritas al Régimen.

En nuestra próxima entrega proseguiremos con nuestra historia ...


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