lunes, 1 de noviembre de 2010

UNA NUEVA APROXIMACIÓN AL ASUNTO DE LA INMIGRACIÓN



Hace unos días, inspirados por las reflexiones de Sami Nair, nos aventuramos a poner "negro sobre blanco" unas notas sobre lo que calificamos como "el espinoso asunto de la inmigración"; hoy queremos ampliar esas notas.

Compartimos la idea central del sociólogo francés de que al inmigrante hay que tratarlo como ciudadano -como, por otra parte, hay que tratar a todo individuo miembro de nuestras sociedades abiertas.

Al margen de razones de fondo, hay en este tratamiento razones estratégicas que buscan evitar la identificación y vinculación de los inmigrantes con el indefinido y manipulable magma de lo grupal. Pero, ¿es esto posible? ¿hay que combatir acaso la natural búsqueda del recién llegado de otros miembros de su comunidad de origen? ¿es similar el problema de la integración de los distintos grupos de inmigrantes? ¿qué significa tratar a los inmigrantes como ciudadanos?

Comencemos por esto último recordando que ser ciudadano no es otra cosa que vivir en un espacio social en el que rigen preceptos jurídicos y derechos que obedecen a la existencia de valores políticos comunes, superiores a la diversidad de cada uno. En efecto, el punto de vista del Estado democrático es que la identidad no se define en función de la cultura propia, de la etnia, de la confesión, sino en relación con lo que los antiguos griegos llamaban 'la humanidad política' del hombre, su ciudadanía como ser -para- el prójimo. Esta situación obliga al Estado a transmitir su lengua, sus códigos y sus normas al ciudadano; de este modo, pone a su disposición los vehículos indispensables para la integración y favorece el acceso al 'Nosotros' común.

Resulta claro, pues, que al inmigrante no puede tratársele como mercancía que se utiliza y consume cuando interesa y que se desecha cuando ya no resulta rentable -la crisis actual está poniendo al descubierto el caracter real de nuestra visión del inmigrante, al que aceptamos si permanece invisible, en la sombra y desempeñando tareas que desecha(ba)mos, pero al que rechazamos si se muestra o compite por nuestro espacio de trabajo. Este comportamiento es un ejemplo evidente de discriminación ciudadana.

Negarse a reconocer la existencia de problemas en temas de inmigración -auspiciando un "buenismo" paternalista y acientífico- no es el modo más inteligente de prevenir tensiones sociales ni de tratar de resolver aquellos. Uno de esos problemas, ante el que no cabe escurrir el bulto, es el de la difícil integracion de individuos en los que está profundamente arraigada su pertenencia, generalmente por vía religiosa, a una comunidad para la que la separación entre lo público y lo privado no está aceptada y que acata ciegamente guiarse por normas que están más allá de lo humano. ¿Cómo tratar este asunto?

Conviene recordar que conseguir la separación entre estos dos ámbitos -lo público y lo privado- además de haber sido una conquista cruenta es -a pesar de los flecos que aún quedan por solventar como la presencia indebida de símbolos religiosos en espacios públicos- uno de los signos distintivos de las sociedades realmente abiertas; en efecto, relegar lo religioso al ámbito de lo privado exigió desposeer a la Iglesia de su poder para dictar las normas a las que tenía que ajustarse el comportamiento de los ciudadanos -en nuestro caso esta conquista es reciente (¿olvidamos ya el peso muerto que supuso en nuestras vidas la colusión de la Iglesia y el franquismo?)- y exige, aún, una actitud vigilante para mantenerla a raya a fin de que no interfiera más de lo debido y mayor beligerancia para recortar sus privilegios. No podemos, pues, -a causa de un mal entendido respeto a la "diferencia"- tratar a aquellos que no han "pasado por la Ilustración" -léase musulmanes integristas- de un modo distinto a como tratamos a los cristianos.

Otro de los signos de las sociedades abiertas es la defensa inflexible de los preceptos que recoge la Declaración de Derechos Humanos y del deber que tienen los ciudadanos de respetarlos; no es aceptable, pues, su conculcación esgrimiendo tradiciones o costumbres ancestrales o religiosas.

Normas claras e igualdad de derechos y deberes son las claves de un proceso dinámico y complejo en el que están inmersas nuestras sociedades mestizas.



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