miércoles, 25 de agosto de 2010

UNIFICANDO LA VISIÓN DEL MUNDO VI



Un rodeo necesario: Darwin y la Física (III)




Se pueden comparar las Matemáticas con un molino de exquisita artesanía,
que muele la materia por fina que sea, pero, así y todo,
lo que produce depende de lo que se meta;
y no hay molino en el mundo que pueda extraer,
a partir de guisantes secos, harina de trigo,
y, de la misma manera, ninguna página de fórmulas
puede dar un resultado definido a partir de datos imprecisos.
T. H. Huxley, 1869


La estimación de la edad de la Tierra llevada a cabo por Darwin haciendo uso del ritmo de erosión del Weald, una formación del Cretásico inferior en el sureste de Inglaterra, cifraba ésta en unos 300 millones de años; a estos cálculos siguieron otros que, apoyándose en procedimientos similares y usando como zona de estudio localizaciones diferentes, arrojaron resultados que, aun haciendo variar las cifras, seguían siendo millonarios en años.




El físico escocés lord Kelvin abordó el problema de la edad de la Tierra desde una perspectiva diferente a la geológica. Así, en 1862 publica un artículo con el título Sobre la edad del calor del Sol en el que mediante el concurso de las leyes conocidas de la física –mecánicas y térmicas– y de ciertas hipótesis plausibles sobre el proceso de generación del Sol concluía: Parece, por consiguiente, como más probable que el Sol no ha iluminado la Tierra a lo largo de 100 millones de años y es también casi seguro que ni la ha iluminado a lo largo de 500 millones de años. Respecto al futuro, debemos decir con la misma certeza que los habitantes de la Tierra no podrán continuar disfrutando de la luz y el calor esenciales para su vida, por muchos millones de años, a no ser que fuentes de calor desconocidas ahora por nosotros, estén preparadas en el gran almacén de la creación.




Conviene mencionar aquí que, a la altura de los tiempos que corrían, las fuentes de calor o energía a las que Kelvin podía referirse no eran otras que las suministradas por las reacciones químicas o las que resultaban de la conversión del trabajo mecánico en calor. Los cálculos empleando la primera de estas fuentes pronto la inhabilitaron como respuesta, de forma que sería la segunda –en su versión de caída meteórica por atracción gravitacional y conversión de la energía potencial en energía cinética y en última instancia en calor– la alternativa más aceptable.

No se limitó el físico escocés al cálculo anterior y desvió su mirada desde el Sol a la propia Tierra. A ella aplicaría, por un lado las leyes de la física que daban cuenta del enfriamiento de los cuerpos sólidos o en estado fundido, y por otro los efectos de desaceleración del movimiento rotatorio que, a su juicio, provocaban las mareas. Los resultados que arrojaban los cálculos limitaban la antigüedad de nuestro planeta y con ella la posibilidad de evolución de la vida en ésta quedaba seriamente comprometida.



Las limitaciones que estos cálculos imponían influyeron sobre los creadores del evolucionismo, como bien refleja la preocupación que Darwin transmitió a Wallace –de la que ya dejamos constancia en un artículo anterior– o la carta que envió a Croll en la que reitera ese estado de ánimo: [...] estoy enormemente preocupado por la corta duración del mundo, de acuerdo con Sir W. Thomson, porque para apoyar mis teorías, necesito un período muy largo antes de la formación del Cámbrico.

Pese a ello, los geólogos y biólogos que aceptaban las tesis evolucionistas, así como el uniformitarismo en el que estas tesis se sustentaban, no se mostraron excesivamente impresionados por los argumentos provenientes de la Física y, convencidos de la certeza de los datos que les suministraban sus disciplinas científicas, emprendieron no sólo una defensa en toda regla de sus posiciones sino, también, un ataque despiadado a sus oponentes que, incapaces de fijar con suficiente solidez las condiciones iniciales y las propiedades de los objetos –el Sol y la Tierra– a los que aplicaban sus expresiones matemáticas, dejaban entrever las debilidades e inconsistencias argumentales de sus análisis y la escasa fiabilidad de sus resultados.



Finalmente, el almacén de la creación, al que se había referido Kelvin en el texto antes citado, iba a acudir en ayuda de las tesis darvinianas cuando en 1896 Becquerel descubre la radiactividad y, poco después, Pierre Curie encuentra que las sales de radio liberan calor de modo continuo. Una nueva fuente de energía y de producción de calor iba a entrar en juego. Su estudio, a lo largo de todo el siglo XX, iba a permitir no sólo comprender de forma más adecuada los procesos responsables de la generación de energía en las estrellas y en concreto en el Sol –la fusión de átomos de hidrógeno para formar helio con la liberación de tanta energía que ni siquiera es apreciable el enfriamiento del Sol durante periodos de tiempo extremadamente largos–, sino también a desarrollar una técnica de datación de la antigüedad de los fósiles de una precisión muy superior a lo imaginado hasta entonces. La física y las ciencias de la naturaleza iban a reconciliarse.



En la actualidad la edad estimada de la Tierra se cifra en torno a los 4500 millones de años, un tiempo del que a Darwin le hubiera gustado disponer.

La noción de evolución, tan clarificadora finalmente en el territorio de lo vivo, acabará extendiéndose más allá de este e impregnando todas las disciplinas científicas y muy en particular la física y la química: se hablará así de evolución molecular, planetaria o estelar e, incluso, de evolución del Universo. La cadena de transformaciones se extiende, pues, desde los orígenes de todo cuanto existe.


Esta es, sin embargo, otra historia, una apasionante historia de la que aún no están escritos todos los detalles pero de la que sí se conocen, o al menos así parece, casi todos los caracteres con los que se escribirá.


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