miércoles, 25 de agosto de 2010

UNIFICANDO LA VISIÓN DEL MUNDO V



Un rodeo necesario: Darwin y la Física (II)

Algunos agujerean y perforan
La sólida tierra, y de los estratos que hallan
Hacen una lista, mediante la que aprendemos
Que quien los hizo y reveló su fecha a Moisés
Estaba en un error respecto a su edad.
The task, 1785, William Cowper

En el artículo precedente nos habíamos hecho eco del impacto que, en Darwin, habían tenido las críticas de lord Kelvin al soporte de su teoría –el tiempo del que había dispuesto la Tierra para hacer posible el árbol evolutivo–. A fin de comprender las razones que movieron a Kelvin a abordar un problema geológico desde la perspectiva de la Física es necesario dar algunas de las claves de esta historia.






En las sociedades arcaicas, plantearse datar el origen del mundo y, más en particular, el de la Tierra carecía de sentido; sólo a partir del afianzamiento del Cristianismo esa datación adquiriría “carta de naturaleza”. El método consistió en utilizar el relato bíblico –en concreto la genealogía proporcionada por el Génesis– como base de un cálculo que permitía remontarse desde la actualidad a los tiempos de Adán y Eva: el resultado de ese cálculo arrojó un guarismo en torno a unos 5500 años antes de Cristo. Este dato pesaría como una losa sobre todos los intentos de abordar la edad de la Tierra desde una perspectiva ajena a la religión.



Esta nueva perspectiva, exigida por todo un conjunto de “hechos” de difícil encaje en el corsé creacionista de la narración bíblica, tuvo, sin embargo, serias dificultades para afianzarse. Un ejemplo claro de los equilibrios que era necesario guardar lo encontramos en Descartes, quien su obra El Mundo o Tratado de la luz escribe: […] No dudo en modo alguno que el mundo haya sido creado desde el primer momento de su existencia con tanta perfección como ahora posee, […] de igual modo que Adán y Eva no fueron creados niños, sino con la edad de hombres perfectos […], pero, sin embargo, dado que se conocería mucho mejor cual ha sido la naturaleza de Adán así como la de los árboles del Paraíso, si se examinara cómo los niños se forman poco a poco en el vientre de la madre, cómo las plantas surgen de las semillas, que habiendo considerado solamente lo que fueron cuando Dios los hubiera creado, de igual modo lograremos un mejor entendimiento de lo que sea la naturaleza de las cosas que pueblan el mundo, si pudiéramos imaginar algunos principios que fueran muy inteligibles y muy simples, y a partir de los cuales hiciéramos ver claramente que los astros y la Tierra, al igual que cuanto es visible en el mundo, hubiera podido generarse a partir de ciertas semillas, aún cuando supiéramos que no fue generado de esta forma; ello sería más estimable que si lo describiéramos solamente como es, o bien como creemos que ha sido creado.



La idea de evolución que aquí se atisba recibiría un respaldo posterior en la obra de Georges Louis Leclerc (1707–1788) más conocido como Conde de Buffon, quien, en La historia de la Tierra y Las épocas de la Naturaleza, traza un detallado itinerario secuencial desde los orígenes de la Tierra hasta la actualidad usando tres grandes medios: los hechos, los “monumentos” o fósiles y las tradiciones. Buffon tratará de ir más allá de lo que posibilitan los relatos orales o escritos (tradiciones), para dejar hablar a los monumentos (los fósiles) así como a los vestigios de la acción de unas leyes naturales en las que posee plena confianza, (los hechos). Pese a que los resultados y la argumentación utilizada no sean extremadamente rigurosas la novedad del planteamiento es incuestionable: se pretende responder a una pregunta –la historia de la Tierra– desde la ciencia. Se abría, así, una brecha que desde entonces no dejaría de crecer, estimulada, además, por la renovación de las concepciones filosóficas y la emancipación progresiva del espíritu frente a las creencias tradicionales que alcanzaría su cenit durante la Ilustración.

Algunos de los factores que contribuyeron a afianzar la nueva visión fueron:

• El estudio de los fósiles y los estratos de la corteza terrestre generalizó la idea de que seres distintos a los actuales pudieron poblar la Tierra en tiempos pasados durante períodos de larga duración. No se tardó mucho en comprobar, por el estudio de esos restos, que la configuración de la Tierra había cambiado, que el mar cubrió en otra época regiones que actualmente forman continentes y que flores tropicales crecían en zonas donde ahora reina un clima templado. Y, sobre todo, se llegó a la evidencia de que animales y plantas, que no existen en nuestros días, lo hicieron en otro tiempo remoto y que ciertas formas o especies actuales no aparecieron hasta fechas relativamente recientes. La conclusión inevitable era que a medida que los tiempos geológicos cambiaban, la fauna y la flora también lo hacían.




• El profundo estudio de las especies y sus variedades, la distribución geográfica de los organismos, los experimentos sobre cruzamientos, el cultivo de organismos en diferentes condiciones y la observación de algunas mutaciones, desacreditaron poco a poco el dogma de la fijeza de las especies y obligaron a sustituirlo por la concepción de una variabilidad de las formas organizadas.

Del análisis de los hechos antes enumerados surgirían diversas interpretaciones que, al buscar el agente fundamental de esos cambios, pondrían el acento en el agua –los neptunianos– o en el fuego –los plutonianos o vulcanistas– y, al analizar la intensidad de esos agentes, optarían por la violencia –catastrofistas– o por la acción continuada y persistente –uniformitaristas o gradualistas– Para los catastrofistas la espectacular orografía de la corteza terrestre solo era explicable en términos de fuerzas de enorme intensidad cuya acción, además, podía hacerse compatible con la cronología bíblica; para los gradualistas, en cambio, la explicación había que buscarla en procesos del mismo tipo de los que se observan en la actualidad. Este énfasis en la acción continuada y persistente de fuerzas de intensidad "normal" obligaría a ampliar hasta extremos inimaginables –en los que no encontramos vestigios de un comienzo ni perspectivas de un fin– la edad de la Tierra.



No es posible detenerse en las vueltas y revueltas de esta apasionante historia de la que se haría eco el mismo Goethe en el Fausto pero sí conviene, para entender el contexto de las objeciones de Kelvin, señalar que hacia mediados del siglo XIX el uniformitarismo había conseguido establecerse como la teoría más ampliamente reconocida en los ámbitos académicos gracias a la obra de Charles Lyell (1797 – 1875), quien en su tratado Principios de Geología argumentó, de un modo que resultaría convincente, la idea de que todo cambio geológico y biológico se debe a causas ordinarias, que han actuado igual durante toda la larga historia de la Tierra ; historia que ahora devenía muy larga. Poco a poco la vieja idea de que la naturaleza era pródiga en violencia y avara en tiempo iba a acelerar su declive y a transformarse en su opuesta. Esta obra, que Darwin leería durante su famoso y decisivo viaje a bordo del Beagle, ejercería una influencia enorme sobre el naturalista inglés: en ella encontraría argumentos para mantener que la evolución por selección natural disponía de tiempo suficiente para desplegarse.



Nosotros no disponemos de más espacio por lo que la conclusión de nuestra historia debe dilatarse también en el tiempo. ¡Hasta la próxima entrega!


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