martes, 24 de agosto de 2010

UNIFICANDO LA VISIÓN DEL MUNDO III


Desde una perspectiva amplia de la historia de la Humanidad,
hay muy pocas dudas de que el descubrimiento
de las leyes del electromagnetismo de Maxwell
será juzgado como el acontecimiento más significativo del siglo XIX.
Richard Feynmann






Tercera estación: La síntesis de Maxwell

En los inicios de nuestra historia el llamado efecto ámbar, más tarde conocido como electrización por frotamiento, y la extraña propiedad asociada a ciertas piedras que parecían tener anima fueron percibidos como fenómenos asociados a lo mágico. El largo proceso a lo largo del cual ambos fenómenos acabaron perteneciendo al ámbito de la ciencia es parte sustancial de la historia de la electricidad y el magnetismo.

Lo sorprendente de este relato es que al culminar esta incorporación no sólo acabaron recibiendo una explicación unitaria los fenómenos eléctricos y magnéticos sino que además otro conjunto de fenómenos aparentemente alejados de ambos –los ópticos– terminaría siendo interpretado en clave electromagnética: ¿qué tienen en común las propiedades eléctricas de ciertos materiales con las propiedades de los imanes? ¿qué vínculos pueden conectar la electricidad y el magnetismo con la luz?



Dos son las experiencias claves mediante las que fue posible establecer la vinculación entre la electricidad y el magnetismo: el experimento de Öersted sobre la desviación de una aguja magnética al paso de la corriente por un alambre conductor próximo y el experimento de Faraday sobre la inducción de una corriente eléctrica en un circuito que es atravesado por un campo magnético variable. Estos dos científicos, al igual que sucedió con Newton, pudieron ver más lejos no sólo porque se auparon a hombros de gigantes, sino porque también ellos, como aquel, estaban convencidos de la existencia de un sustrato simple oculto tras lo diverso.

Así lo expresará, en 1845, Faraday:

Las varias formas bajo las que se manifiestan las fuerzas de la materia tienen un origen común; o, en otras palabras, están tan directamente relacionadas y son tan mutuamente dependientes, que, como de facto así resulta, son convertibles las unas en las otras, y poseen equivalentes de capacidad en su acción.

 

 El sustrato sobre el que se articularía inicialmente la unificación de la que nos estamos ocupando sería el ubicuo éter, camaleónico medio introducido por los griegos para dar cuenta del peculiar comportamiento de los objetos que se movían en la esfera celeste. De él se dirá en la 3ª edición de la Encyclopaedia Britannica (1797): No siendo el éter percibido por nuestros sentidos, sino un mero producto de la imaginación traído a escena como mera hipótesis, o con la finalidad de resolver algún fenómeno real o imaginario, permite a los autores una total libertad para modificarlo a su antojo. El trabajo de Maxwell consistirá, así, esencialmente en reducir el electromagnetismo y la óptica –aquello que percibimos por medio de nuestros sentidos– al comportamiento mecánico –pero invisible– de ese material sutil: el éter luminífero. El éxito de la empresa incitó a otros científicos, como Thomson, a buscar, incluso, en ese medio, el plenum universal, una explicación de las propiedades asociadas a la materia ordinaria: desarrollaría así su teoría de los átomos-remolino, de la que el mismo Maxwell escribiría:


Una vez que el átomo-remolino es puesto en movimiento todas sus propiedades quedan fijadas y determinadas de modo absoluto por las leyes de movimiento del fluido primigenio, leyes que aparecen completamente expresadas por las ecuaciones fundamentales. Los discípulos de Lucrecio pueden cortar y modelar sus átomos sólidos con la esperanza de conseguir que se combinen para generar toda clase de mundos; los seguidores de Boscovich pueden imaginar nuevas leyes de fuerza para ajustarse a los requerimientos de cada nuevo fenómeno; pero aquél que osa transitar por el camino abierto por Hemholtz y Thomson no dispone de esos recursos. Su fluido primigenio no tiene otras propiedades que inercia, densidad invariable y movilidad perfecta y el método por el que el movimiento de este fluido puede ser trazado es estrictamente matemático. Las dificultades son enormes, pero la gloria que se conseguiría al superarlas sería única.


A finales del siglo XIX se vislumbraba pues una Teoría del Todo que Fitzgerald, uno de los más relevantes maxwellianos, caracterizaba en estos términos:

Esta hipótesis –se refiere a la teoría de Thomson– explica las diferencias existentes en la Naturaleza como diferencias de movimiento. Si fuera verdadera, el éter, la materia, el oro, el aire, la madera o los cerebros, resultarán no ser otra cosa que diferentes movimientos.

Sugestiva posibilidad que bajo esta encarnadura acabaría, sin embargo, revelándose falsa. Otro avance, no obstante, en la búsqueda de nuevas unificaciones.


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