Uno siempre había creído –al menos eso era lo que decían
quienes sabían de economía, finanzas y negocios– que cuando una empresa
necesitaba liquidez, dinero en suma, se esforzaba por atraer a los clientes
ofreciéndoles incentivos, buen servicio y ventajas de todo tipo; jamás, salvo
que quienes regentaran la entidad fueran suicidas o pretendieran acabar con
ella, era de recibo actuar de otro modo y, en ningún caso, era imaginable tener
como código de conducta el desprecio y maltrato del usuario.
Pues bien, en estos tiempos de mudanza
y de destrucción de ancestrales certezas, esta creencia carece, al parecer, de
sentido; para cerciorarse de ello basta con acudir a la Caja de Ahorros de La
Orotava a realizar cualquier gestión: colas interminables, restricciones
horarias para realizar según qué operaciones, escasez de personal, etc., etc.,
etc.; en suma, desatención y maltrato al cliente.
Puestos a tomar el pelo a quienes
depositan el dinero en esa entidad, o quizás por eso –ya se sabe que pervertir
el lenguaje y el significado de las palabras es ahora moneda corriente– ha pasada
a formar parte de un grupo mayor que –¡sí!, ¡sí!, no es broma– se denomina
Banca Cívica (¡¡¡).
El sector bancario, responsable en gran medida de este
desaguisado que padecemos todos y estimulado tanto por las escasas
responsabilidades que se le han exigido como por la inyección de dinero –el nuestro–
con que le surte el Gobierno, no sólo no modifica sus malas prácticas sino que,
por el contrario, las acentúa: ¿por qué preocuparse por el servicio que damos
si, en cualquier caso, nuestro rescate está garantizado?
Hay
que devolver el verdadero sentido a las palabras y empezar poner en valor
nuestra condición de ciudadanos.
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