viernes, 24 de agosto de 2012

RECUERDOS DE UN LECTOR (A VECES) COMPULSIVO II


Durante nuestra estancia en el colegio salesiano los libros de lectura nunca formaron parte de nuestra educación. Recuerdo, eso sí, que conocíamos el argumento de muchos de los clásicos –El Caballero de Olmedo, El condenado por desconfiado, Don Juan, La vida es sueño, Fuenteovejuna, etc.– y la depurada y blanqueada peripecia vital de sus autores, pero nuestra aproximación al texto original no existió; sólo en contadas ocasiones leímos, por propia iniciativa, alguna de las, creo que resumidas y expurgadas, obras que aparecían en la colección Clásicos Ebro. En cualquier caso tampoco eran estos los libros más adecuados para incitar a la lectura en edades tan tempranas.


Los “buenos padres” no parecían ser, ¡de hecho no lo eran!, muy aficionados a la lectura –territorio, a su juicio, plagado de minas y altamente peligroso como bien advertían el santo fundador y las autoridades de entonces. Resulta triste, en cualquier caso, que estos iletrados se arrogasen la facultad de recomendarnos –en pocas ocasiones– o prohibirnos –con mayor frecuencia– un título u otro.

La Iglesia por medio del Índice de libros prohibidos trataba de controlar, al igual que lo hacía en el cine con las famosas calificaciones morales de las películas –1, 2, 3, 3-R y 4– que se exhibían en la entrada de los templos, todas las facetas de nuestra vida. A la censura impuesta por un Estado totalitario se añadía la tutela de una Iglesia igual de totalitaria: por si no era suficiente una, ¡doble ración!

 Mis primeros títulos “serios”, alguno de los cuáles iba a tener una profunda influencia en mi crisis de conciencia, están ligados a dos editoriales esenciales en la recuperación de la gran literatura en nuestro país –Plaza y Janés y Espasa Calpe– y a dos de sus colecciones, Reno y Austral respectivamente. A través de ellas, generalmente en traducciones que dejaban bastante que desear, conocí de la existencia y de los escritos de tres autores que me impactaron y removieron mis convicciones: Giovanni Papini, Miguel de Unamuno y Fiodor Dostoyevski.

Gog, El libro negro, Palabras y sangre, El Juicio Universal y El Diablo alteraron mi visión religiosa, ya conturbada por las dudas que por entonces me asaltaban y que encontraron eco y reflejo en la forma agónica de entender la relación con Dios que predicaba el disconforme intelectual vasco en sus ensayos y novelas (o “nivolas” como le gustaba calificarlas), El sentimiento trágico de la vida, La agonía del cristianismo o S. Manuel Bueno, mártir.


Hallaba en ellos un fondo de rebeldía que se ajustaba a lo que, por aquellos tiempos, comenzaba a sentir y me identificaba con el destino a todas luces injusto que habían merecido muchos de los personajes que las Iglesias o el mismo Dios condenaban –sus nombres, hechos y razones se recogían en El Juicio Universal; recuerdo que me impresionó un relato que aparecía en El libro negro en el que un resucitado o más bien un “llamado a la vida” desde el más allá describía, como sigue, el alzamiento de los condenados contra el Supremo Hacedor.

 “Tan sólo le hablaré acerca del acontecimiento más notable al que asistí durante los largos años de mi estadía entre los muertos. Según me parece, los hombres creen que el mundo del más allá no tiene historia: todo es determinado y fijado por la omnipotencia del Eterno, cada difunto tiene su nicho y su sentencia, nada puede hacer cambiar su suerte, los condenados rechinan en las tinieblas, los bienaventurados exultan en la luz, diablos y ángeles tienen a perpetuidad sus misiones y nada cambia por los siglos de los siglos. Pues bien, puedo asegurarle que, muy al contrario, incluso en el más allá hay una historia, o sea: el más allá tiene sus crisis y sus alternativas. 


Hacía ya mucho tiempo que yacía en las tinieblas exteriores, bajo el peso de mis culpas, cuando repentinamente se difundió en el inmenso reino de los muertos una noticia inaudita: un grupo de veteranos del infierno había dado la primera señal de la sublevación general de los condenados [...] Uno de los jefes de la revuelta, el famoso Münzer, andaba de un lado para otro por las interminables tinieblas, incitando a los pusilánimes y los dudosos. Les hablaba así “Somos víctimas de una despiadada injusticia que se halla en abierta contradicción con el mensaje de perdón anunciado por el Hijo de Dios. La eternidad de las penas no es conciliable con el Dios todo amor proclamado por los santos y los teólogos[...] El hombre es un ser limitado, finito, que comete un error limitado en el espacio y en el tiempo, y a veces lo comete arrastrado por la fatalidad de su naturaleza, de lo cual no es siempre responsable. ¿Por qué, a la finitud del ser culpable y de su culpa, debe corresponder la infinitud del castigo [...] Se dice que si bien el pecador es finito, su pecado es infinito porque es una ofensa contra el Ser Infinito. Pero Dios, que es perfección absoluta y amor perenne, ¿puede ser ofendido por una pobre criatura, que en definitiva es obra suya? Reconocemos a la justicia divina el derecho de castigar a los malvados. Pero no podemos admitir y tolerar que un pecado, finito por naturaleza, deba ser castigado con una pena sin fin.

 [...] Vosotros sabéis qué es la eternidad, cuán atroz es el pensamiento de un dolor que jamás tendrá término, de las tinieblas que nunca tendrán un resquicio de amanecer. Después de siglos en la cárcel y la oscuridad tan sólo pedimos una liberación final, un retorno a la luz. Apelamos a la misericordia de Dios contra su cruel justicia. [...] Pero el cielo permanecía mudo, ninguna voz descendía desde lo alto, no apareció ningún ángel para anunciar la confirmación de la sentencia o la promesa del indulto. Sin embargo, la revuelta no se aplacaba y los desesperados gritos de los malditos continuaban golpeando las invisibles paredes del abismo. Pero, no sé cómo, un día llegó al infierno una noticia increíble: hasta los bienaventurados del paraíso amenazaban abrazar la causa de sus hermanos condenados. [...] Los justos pedían a Dios compasión para con los injustos. [...] Su propia felicidad no era perfecta porque se veía perturbada por el pensamiento de los tormentos infinitos que sufrían seres a los que habían amado en la tierra. Se dirigían a Dios: “Nos prometiste la felicidad eterna, pero esta felicidad no puede ser plena y total mientras nos veamos entristecidos por la compasión que nos inspiran los seres a los que destinaste al dolor eterno. La tortura de los condenados es una disminución de nuestro gozo, y, consiguientemente, también nosotros somos castigados indirectamente por culpas que no hemos cometido, y esto no se conforma con tu justicia y tu misericordia. Ordenaste a los hombres que perdonaran a sus enemigos, ¿por qué no das el más sublime ejemplo perdonando a los enemigos de tu Ley, después de tantas vigilias de horror?” Pero Dios escuchaba y callaba. Entonces muchos bienaventurados, y entre los primeros los santos más venerados, se ofrecieron para descender al infierno y ocupar el lugar de los infelices desterrados [...]. En el Empíreo habían cesado los cantos, ahora resonaban los gemidos y las súplicas; los ángeles, asombrados y conmovidos, guardaban silencio contemplando el rostro del Eterno. Pero Dios escuchaba y callaba...” 

Llegado a esas palabras de su relato, míster Newborn interrumpió de golpe aquel inaudito acontecimiento. -¿Y después? - preguntó míster Gifford pasados algunos instantes. - Después, no supe más nada ni nada puedo decir - replicó el resucitado con voz débil. “Precisamente mientras todos los muertos, los que alababan y los que gritaban, esperaban la decisión de Dios, fui llamado otra vez a la vida terrestre por mis hermanos vivientes. Tal vez, cuando llaméis a un nuevo resucitado, éste podrá relataros la continuación de mi historia”.


El relato era, como mínimo, inquietante.

 La crítica de unas verdades que se nos habían inculcado sin discusión alguna y la puesta de manifiesto de elementos de contradicción en la doctrina que nos ahormaba, resultaba no sólo turbadora sino, también, excitante; había espacio para la reflexión y para el debate y era factible introducir diferencias, de matiz o radicales; atisbabas las potencialidades del ejercicio de la libertad.


Muy vívido es, por otra parte, el recuerdo que tengo de las páginas de esa cima de la literatura que responde al título de Los hermanos Karamazov y que leí por primera vez en una infame versión mutilada de la Editoria Sopena –desde entonces uno de mis libros favoritos y al que, ya en versión íntegra, vuelvo con frecuencia– en las que sobrevuela la idea que se expresa de forma concisa y profunda en la máxima Si Dios no existe, todo está permitido y que abre un extenso territorio para el debate moral.




Abandonar certezas exigía, entonces, emprender nuevas búsquedas en las que anclar lo que hacíamos y lo que planeábamos hacer. Durante esta época, los años previos a mi ingreso en la Universidad y los primeros de mi estancia en ella, adquirí la costumbre de compartir no sólo lecturas sino también las anotaciones de un diario con un íntimo amigo de adolescencia, Jaime Hernández. Recuerdo que elaborábamos unas fichas en las que, aparte de dar cuenta del título, autor, año de publicación y otras referencias técnicas, hacíamos un comentario personal que nos obligaba a reflexionar sobre el libro y a articular un discurso crítico: la lectura y lo que leíamos formaba parte del desarrollo de nuestras personalidades. También con Francis Miranda y Domingo Eulogio compartí lecturas y libros que comprábamos en comandita para sacar mayor rendimiento a nuestros ahorros y ampliar nuestras adquisiciones.

 El peso de la religión me exigió un necesario y dilatado ajuste de cuentas; en el proceso, primero un periodo de militancia cristiana en los movimientos de raíz francesa que aquí se encarnaron en la JOC, la JIC y la JEC –siglas que hacía referencia a las juventudes, obrera, independiente y estudiantil, católicas– y más tarde la incorporación a la contestación antifranquista en la órbita del PCE. Y franceses fueron algunos de los autores clave que recorrieron conmigo ese camino que va desde la liberación religiosa a la militancia comunista.



Primero, Maxence van der Meersch –en la onda del catolicismo social– y más tarde Jean Paul Sartre –ya en clave atea– y, en menor medida, Albert Camus. Del primero tengo el recuerdo, ahora impreciso, de varias de sus novelas, La huella del dios por la potente personalidad de su protagonista –que yo imaginaba con los rasgos de mi actor favorito entonces, Gary Cooper–, Cuerpos y almas por el realismo descarnado de sus descripciones y Una esclavitud de nuestro tiempo y La máscara de la carne por los problemas, la prostitución y la homosexualidad, que abordaba; del segundo, en cambio, me deslumbró su radical apuesta por la libertad: el hombre está condenado –decía– a ser libre y ya no nos es posible acudir ni a una presunta naturaleza humana ni, mucho menos, a Dios para fundamentar la ética. Buscar, pues, justificación para nuestras acciones en estas instancias era actuar con mala fe –mi convicción de que cada uno es responsable de sus actos procede, ¡estoy seguro de ello!, de la profunda huella que dejaron en mí obras como La náusea, Los caminos de la libertad, A puerta cerrada o Las moscas; del tercero, de Camus, me impresionaron sus desasosegantes narraciones El extranjero y La peste –mi deriva hacia el marxismo me hizo, no obstante, sartreano en vez de camusiano: la toma de partido en un mundo bipolar me impidió, como a tantos otros, valorar en su justa medida la crítica, a lo que en última instancia compartía rasgos con la religión, que tan acertadamente desarrolló el escritor argelino.



 A Plaza y Janés –donde además de alguno de los autores mencionados leí con avidez a escritores tan variopintos y heterogéneos como Somerset Maughan, Sinclair Lewis, Hemingway, Faulkner, Dos Passos, Lajos Zilahy, Aynd Rand, Knut Hamsun, Pearl S. Buck, Chesterton, Andre Maurois, François Mauriac, Graham Green, John Steinbeck y muchos otros– le siguió el amplio muestrario que ofrecía Losada, editorial en la que era posible escuchar nuevas voces a las que aureolaba su condena por la censura franquista. Ahí me encontré con el Bernanos de Los grandes cementerios bajo la luna, con la Residencia en tierra y el Canto general de Neruda, así como con la poesía de los grandes de la generación de la República –Miguel Hernández, Vallejo, León Felipe, Antonio Machado, Alberti, etc.– ; me dí de bruces, en suma, con la Guerra Civil, con la obra de los vencidos. Este periodo de mi peripecia como lector se superpuso al que se inició con mi ida a Madrid a estudiar Físicas.

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