viernes, 24 de agosto de 2012

RECUERDOS DE UN LECTOR (A VECES) COMPULSIVO I



No sé las razones, pero siempre fui un lector voraz. Sí recuerdo, sin embargo, que mi madre y mis tías hacían mención a sus hermanos Antonio y Pepe, entonces “embarcados” a Sudamérica, como personas infectadas por el mismo virus. De ellos decían que se pasaban las horas muertas leyendo, ¡como yo!... Sería cosa de familia…

Las primeras lecturas de las que tengo memoria nítida son los tebeos –Chispita, El Cachorro, Juan Centella, Bill Cody, El diablo de los mares, El Charro Temerario, Mascarita y tantos otros–, las novelas baratas –con personajes fijos como Bill Barnes, Doc Savage o Pete Rice o las de serie escritas por Marcial Lafuente Estefanía, Keith Luger o Silver Kane–, los relatos de la Colección Historias (con 250 ilustraciones) –por los que establecíamos nuestro primer contacto con autores clásicos de la aventura como Salgari, Verne, Stevenson o Walter Scott– y los rojos libros de Molino que narraban las peripecias de Guillermo Brown y los Proscritos. Estas dos últimas colecciones, Historias y Guillermo, formaban parte esencial, junto a las coloreadas latas de caramelos que se adquirían en La Venta Nueva, Anita o Casa Juan José, de los regalos que habitualmente recibíamos en la celebración de nuestras, inevitablemente chocolateadas, fiestas de cumpleaños.


En tiempos de penuria y sometidos al férreo control de nuestros ensotanados educadores esos personajes nos permitían soñar con otros espacios y vivir, enfundados en su piel, otras vidas ¿No es este el mayor regalo que puede dar la lectura? 

Durante un largo periodo de mi adolescencia seguí siendo fiel a los tebeos aunque los personajes favoritos cambiaran. En 1958 irrumpió en el mundo del tebeo español la colección Héroes Modernos editada por la Editorial Dólar y con ella entró en mi vida El Hombre Enmascarado, The Phantom en su versión original, protagonizando la primera de una serie de aventuras que me cautivaron: La princesa Sansamor. Las viñetas de esa primera entrega, dibujadas por Wilson McCoy, mostraban a un personaje con sombrero y gafas negras que, en una noche de niebla y enfundado en un abrigo a cuadros pasea, sujetando con una correa, a lo que parece un perro lobo; un globo recoge sus palabras: ¡Me gustan los muelles de noche! ¿Notas un silencio extraño, Satán?. Un malhechor lo aborda, mientras otro, oculto tras unos fardos, trata de golpearlo… Satán, otras veces Diablo, lanza un ladrido y… la misteriosa trama comienza


 El reverso de la portada nos daba más datos de este personaje que había creado en 1936 Lee Falk y que inicialmente ilustraba Ray Moore. Así supimos que nuestro héroe era uno más de la saga de los Fantasmas que habían iniciado su combate contra el Mal desde los lejanos tiempos de 1525 cuando un noble inglés Sir Christopher Standish vió, antes de naufragar y ser arrojado a una playa de incierta ubicación en la zona del Golfo de Bengala, cómo los piratas Singh degollaban a su padre. Recogido por los Bandar, una tribu de pigmeos asentada en la jungla profunda, y tratado como un Dios jura, ante el cráneo de uno de los piratas, no sólo vengarse de los Singhs y dedicar toda su existencia al exterminio de estos malhechores sino también que sus descendientes se comprometerían a esa misma tarea: Por mucho que mi descendencia se perpetúe sobre la Tierra, juro que el primogénito de cada generación continuará mi obra. Nuestro héroe aclara: ¡El fue el primer “Fantasma”! ¡Esto sucedió hace 417 años! ¡Soy su descendiente y, como tal, obligado a respetar su juramento!


Un ceñido traje de color violáceo y una máscara que oculta su rostro mantienen la leyenda de su inmortalidad. El Espíritu que anda, el Duende que camina, batalla incansable contra el Mal en todos los escenarios. 

Cada semana aguardaba impaciente la llegada del cuadernillo que ya había reservado en la Librería Miranda y que la solícita Juanita, “Ata”, buscaba y me entregaba. Febril, volaba hasta mi casa para sumergirme en sus peripecias. Juan Centella, que hasta entonces había sido mi personaje favorito, se fue poco a poco difuminando y perdiendo consistencia ante esta nueva y formidable encarnadura del héroe. ¿Cómo elige uno a sus héroes? Esta pregunta me ha asaltado en más de una ocasión y no he sido capaz de responderla. ¿Qué podía atraerme de un personaje, Juan Centella, que, creado usando la fisonomía del boxeador Primo Carnera y algunos rasgos del Duce, Benito Mussolini, aplicaba con demasiada frecuencia la dialéctica de los puños para solucionar problemas? ¿Por qué me fascinaba el héroe enmascarado, El Fantasma, que dictaba justicia y mantenía el orden en territorio de colonias y en cuya presencia se sentían atemorizados los villanos y los nativos? De hecho, observado en perspectiva y utilizando las armas de la crítica bienpensante, mis referentes dejan bastante que desear: un matón fascistoide y un justiciero que encarnaba la superioridad de la raza blanca. Pero, ¿es que acaso eran más aceptables El Guerrero del Antifaz o Roberto Alcázar, quienes encandilaban a muchos de mis compañeros, o cualquiera de los muchos héroes que han poblado y pueblan el imaginario popular? En aquella época, poco nos importaba el contexto y tampoco estaban los tiempos para héroes políticamente correctos, ¡ni falta que hacía! 

La Librería Miranda, desaparecida en diciembre de 2008, jugó un papel importante en la educación sentimental de gran parte de los jóvenes de clase media de la generación de posguerra. En mi caso en mayor medida porque, probablemente a causa de nuestra relación familiar –mi tío Felipe estaba casado con Isabel, una de las hijas del fundador de esa institución–, podía, en una primera etapa, llevarme a casa y leer gratis, con sumo cuidado ¡eso sí! y sin cortar los cerrados bordes de sus hojas, tebeos diversos y, luego, ya más talludito, libros de los que hacía un informe para el gestor de la librería, Vicente Miranda, y que él utilizaba para recomendarlos. Así leí, “tochos” como El diablo a las cuatro y El manantial entre otros muchos. Compartía este privilegio, el de “asesor literario”, con uno de sus sobrinos, Francis Miranda, y con su hija, Quirinita. 

Las novelas baratas, las novelas populares, son, como las define Fernando Savater, el retazo más humilde del tejido con el que se fabrican los sueños; así es en cualquier cultura y en cualquier época pero en mucha mayor medida en momentos de penuria, cuando mayor necesidad hay de soñar. La posguerra española fue uno de esos momentos y esas novelitas de portadas en colores vivos, de títulos que anunciaban aventuras y presagiaban misterio, el alimento de esos sueños en los que era posible escapar de la grisura de un tiempo de retórica hueca y de escasez y miedo reales. A la Colección Hombres Audaces de la Editorial Molino, que tenía entre sus series las aventuras de Bill Barnes, Doc Savage, Pete Rice y La Sombra, entre otras, llegué a través del préstamo: Mingo Carrasco me pasaba los ejemplares que pertenecían a su hermano mayor Lito, entonces estudiando Medicina en Granada. De todos estos personajes mi preferido era, sin duda, Doc Savage, el Hombre de Bronce, título de su primera aventura y apelativo con el que se conoce al héroe creado por Kenneth Robeson, seudónimo del escritor norteamericano Lester Dent.



Así comenzaba esa novela cuyo Capítulo I tenía el sugerente título de El hombre siniestro

Cerníase la muerte en la densa oscuridad. Avanzaba furtiva por una viga de hierro, mientras a centenares de metros de profundidad se abrían esas grietas con paredes de cristal y ladrillos que son las calles de Nueva York. Sobre el asfaltado, los trabajadores de los últimos turnos regresaban presurosos a sus hogares. La fina y persistente lluvia les obligaba a guarecerse bajo los paraguas, y no perdían el tiempo escudriñando las alturas. Aunque de hacerlo es probable que no hubiesen observado nada. La noche era oscura como boca de lobo. Del cielo, cubierto de negros nubarrones, se desprendía una niebla que flotaba opresiva de las azoteas alrededor de los imponentes edificios. Un rascacielos en construcción, edificado hasta el piso ochenta, se destacaba sobre el fondo oscuro del firmamento. Por encima del último piso, una torre metálica ornamental, aún sin el menor vestimiento de mampostería, se elevaba unos setenta metros más. Las viguetas formaban un gigantesco esqueleto de acero. Los hierros, desnudos y traicioneros, aparentaban la siniestra impasibilidad de lo inerme. Sin embargo, entre ellos rondaba la Muerte. Una Muerte en forma de hombre.  

¿Quien podía resistirse a seguir leyendo? ¿Acaso nos importaba la escasa calidad literaria del relato? 

Parecía poseer la agilidad de un felino, saltando y escalando sin el menor tropiezo en la impenetrable oscuridad. La lluvia mojaba su rostro, pero el hombre seguía avanzando, empujado por un propósito terrible y siniestro. De vez en cuando, el desconocido pronunciaba palabras extrañas e ininteligibles [...]. —¡Debe morir! —murmuraba el hombre roncamente, en su lengua extraña—. ¡Lo ha decretado el Hijo de la Serpiente Emplumada! ¡Esta noche! ¡Esta noche la muerte asestará su golpe! [...] La lluvia le empapaba. Las terribles fauces de acero se abrían a sus pies; y un resbalón significaría la muerte. Escalaba metro tras metro. [...] El hombre depositó en el suelo su caja negra. Su bolsillo interior reveló la existencia de unos gemelos de gran potencia. El hombre de los dedos rojos enfocó sus lentes sobre el piso inferior de un rascacielos, a varias manzanas de distancia. [...] Sus lentes se movieron a derecha e izquierda hasta hallar una ventana iluminada. Se encontraba situada en la parte oeste del edificio. Aunque ligeramente velado por la lluvia, los potentes prismáticos revelaron al detalle lo que había en la habitación. Se destacaba con claridad la parte superior de una mesa de despacho maciza, ancha y pulida, situada delante mismo de la ventana. ¡Al otro lado había una figura de bronce! Representaba la cabeza y hombros de un hombre esculpido en metal amarillento rojizo. Aquel busto era un espectáculo sorprendente. [...] El hombre de los dedos rojos se estremeció. [...] Una vez más se llevó los prismáticos a los ojos, enfocándolos sobre la asombrosa estatua de bronce. La obra maestra abrió la boca, bostezó... ¡pues no era ninguna estatua, sino un ser viviente! El hombre de bronce mostró al bostezar unos dientes anchos y fuertes. Sentado ante la enorme mesa, no parecía ser un hombre de tal corpulencia, un observador dudaría que tuviera dos metros de estatura... y se habría asombrado al saber que pesaba doscientas libras. [...] Este hombre era Clark Savage júnior. —¡Doc Savage! ¡El hombre cuyo nombre era un símbolo en los rincones más extraños y apartados del mundo! 

A la mortecina luz de la lámpara de mi mesa de noche, dilataba el momento de dejar la novela instado por las órdenes reiteradas y repetidas de mis padres: ¡Miguelito, apaga ya! ¡Mira que mañana tienes que levantarte temprano para ir al colegio! 

El estudio publicado por Ediciones Robel, La novela popular en España, ofrece un amplio recorrido por las obras y autores que dedicaron su tiempo a mitigar las profundas heridas que había dejado la reciente contienda fratricida y a evadirse, así, de un pasado que se quería olvidar y de un presente que, aunque envuelto en retórica imperial, era, para muchos, gris, plomizo y vengativo. Según supimos más tarde el mundo de la novela popular de posguerra resultó ser refugio de personajes desafectos al régimen y medio de vida para unos prolíficos escritores que traducían y creaban, muchas veces ocultos tras un seudónimo, personajes con los que soñar en una España empobrecida. 

 De entre los autores dejaré constancia de un nombre, Guillermo López Hipkiss creador de El Encapuchado, que para mí tiene especiales resonancias porque aparecía como traductor de varias de las obras, protagonizadas por Guillermo Brown, del para nosotros enigmatico y misterioso escritor –¡suponíamos entonces!– que se ocultaba tras el nombre de Richmal Crompton y que resultó ser, como descubrí mucho más tarde, una escritora. 

¿Por qué me gustaban tanto las aventuras de aquél mozalbete que gastaba monedas, de las que nunca supimos su equivalencia y relación –peniques y medios peniques, chelines, coronas y medias coronas–, en extraños mejunjes –agua de regaliz o jugo de grosella, entre otros– o en golosinas de misterioso nombre y que se refugiaba en un chamizo, al que llamaba “El cobertizo”, desde el que, en compañía de los otros “Proscritos” –Enrique, “Pelirojo” y Douglas– y su perro Jumble, diseñaba complicados, pero siempre sugerentes, planes con los que alterar el aburrido y encorsetado trajín de los mayores? La anarquía y la libertad que se desprendía de las páginas de aquellos libritos de pastas duras en intenso color rojo era irresistible. 

Así se inicia “Guillermo el Proscrito”: Guillermo, Enrique, Pelirrojo y Douglas (conocidos bajo el nombre de “Los Proscritos”) caminaban, lentamente, en dirección al colegio. Era una tarde muy hermosa, una de esas tardes en que a uno le parece (a los Proscritos desde luego les parecía) una ingratitud pasárselo encerrado entre cuatro paredes. El sol brillaba y los pájaros cantaban invitadores… 

Y así “Guillermo el Conquistador”: Guillermo y el deshollinador simpatizaron inmediatamente. A Guillermo le gustó el colorido del deshollinador y a este le gustó la conversación de Guillermo. El niño miraba al hombre como a un personaje de orden superior. ¿No le importó a su madre que fuera usted deshollinador? – preguntó, maravillado, al desatar el hombre los cepillos. Nooo – contestó el interpelado lenta y pensativamente – no dijo nada, por lo menos. No necesitará usted un socio, ¿verdad? No me importaría ser deshollinador. Iría a vivir con usted y le acompañaría todos los días a hacer la ronda… 

¿Cómo no dejarse seducir por unas historias de comienzo tan prometedor? ¡El lecho de paja, bajo los tomateros, me esperaba! Horas de ensoñación en tardes soleadas. 



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