LOS AIRES FIJOS EN EL CONTEXTO
DE LA QUÍMICA DE LA ÉPOCA
En el relato de sus viaje
a Francia, Viera apunta, el 9 de Agosto de 1777: (...) Posta y media a Baraque y lo mismo a Dijon, en donde llegamos a
las 11 (...). Por la tarde visitará la Academia de Ciencias, en la que,
según deja escrito: En la sala para los experimentos de física,
hay diferentes instrumentos y máquinas, entre ellas una eléctrica con dos
discos de vidrio. Aquí vi por la primera vez el modo de extraer el aire fijo e
inflamable con algunos de sus efectos. ¿Qué son estos aires a los que se hace mención? ¿Por qué su asunto era a la sazón muy de moda y digno de interesar la curiosidad de
los amantes de las ciencias? ¿Por qué se convertirá en un tema tan
atractivo para Viera hasta el extremo de dedicarle el poema que publicamos?.
A fin de situar en su
contexto el poema de Viera Los aires
fixos, es conveniente señalar que es precisamente durante la época en que
aquél es escrito cuando tiene lugar lo que acabará denominándose Revolución
Química.
En este proceso jugará un papel esencial, la constatación de que el aire no es
un elemento simple sino un estado físico que podían asumir muchas sustancias de
composición química y propiedades muy diferentes y que el más común de los
aires, el atmosférico, no es otra cosa que una mezcla de diversos aires.
La
Química basada en los, hasta entonces denominados, cuatro elementos dejará paso
a otra, más rica y compleja, en la que no sólo la elementalidad de aquellos
quedará irremisiblemente cuestionada sino que la propia noción de elementalidad
pasará a ser definida, no en términos filosóficos, sino operativos: No dejará de extrañarse que en un tratado
elemental de química –dirá Lavoisier– no
aparezca un capítulo sobre las partes constituyentes y elementales de los
cuerpos; pero he de advertir aquí que la manía que tenemos de que todos los
cuerpos naturales se compongan únicamente de tres o cuatro elementos se debe a
un prejuicio heredado de los filósofos griegos. Admitir que cuatro elementos
componen todos los cuerpos conocidos sólo por la diversidad de sus
proporciones, es una mera conjetura imaginada mucho antes de que se tuviesen
las primeras nociones de la física experimental y de la química. Se carecía aún
de hechos, y sin ellos se creaban sistemas, y hoy que los poseemos parece que
nos empeñamos en rechazarlos cuando no se adaptan a nuestros prejuicios (...).
Todo lo que puede decirse sobre el número y naturaleza de los elementos se
reduce, en mi opinión, a puras discusiones metafísicas: solo se intenta
resolver problemas indeterminados susceptibles de infinitas soluciones, ninguna
de las cuales con toda probabilidad, será acorde con la naturaleza. Me
contentaré, pues, con decir que si por el nombre de elementos queremos designar
a las moléculas simples e indivisibles que componen los cuerpos, es probable
que las ignoremos, pero si, por el contrario, unimos el nombre de elementos o
principios de los cuerpos, la idea del último término al que se llega por vía
analítica, entonces todas las sustancias que hasta ahora no hemos podido
descomponer por cualquier medio serán para nosotros otros tantos elementos; con
esto no queremos asegurar que los cuerpos que consideremos como simples no se
hallen compuestos por dos o mayor número de principios, sino que como nunca se
ha logrado separarlos, o mejor dicho, faltándonos los medios para hacerlo,
debemos considerarlos cuerpos simples y no compuestos hasta que la experiencia
y la observación no demuestren lo contrario.
Tierra, Agua y Aire
mostrarán su complejidad a lo largo del siglo XVIII y al mismo tiempo todo un
cúmulo de extrañas propiedades, que hasta entonces habían parecido mágicas,
comenzarán a recibir una explicación científica. Entre estas extrañas
propiedades, y por la relevancia que tienen para nuestro estudio, cabe señalar algo que era común al aire y al fuego:
su capacidad para permanecer fijados,
ocultos en las sustancias sólidas y liquidas.
En efecto, Stephen Hales en su
obra Vegetable Staticks (1727) –como subproducto de sus
estudios sobre ciertos aspectos de la fisiología vegetal– había dejado
constancia de la posibilidad de liberar cantidades considerables de aire mediante la destilación destructiva
de numerosos sólidos y líquidos tanto inorgánicos como orgánicos. Esta
propiedad sorprendente, que el aire pudiera ser fijado en estado inelástico en
la materia sólida, se convirtió en objeto de investigación y el control del o
de los aires pasó a formar parte del trabajo del químico, revelándose esencial en
el subsiguiente proceso de cuantificación de esta disciplina. El fuego, por
otra parte, también era capaz de permanecer fijado, latente, como lo pondría de
manifiesto Joseph Black durante sus investigaciones, también en curso durante
este periodo, sobre la naturaleza del calor: su materialidad acabaría
esfumándose.
A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX los cuatro elementos
perderían su condición primordial y un nuevo paradigma explicativo iría poco a
poco articulándose emergiendo una nueva teoría sobre la constitución de la
materia y sus transformaciones. Viera ya no sería testigo de esa nueva
época.
Nuestro personaje
aparece, en la encrucijada que supone la Revolución Química entonces en curso,
profundamente influido y dominado por las viejas ideas que había adquirido
durante su estancia parisina bajo el magisterio de Sigaud y Balthazar Sage
defensores, como muchos otros químicos, de la teoría del flogisto. Su
resistencia al cambio que esa revolución supuso, del que no está claro si tuvo
cumplida noticia a través de la Encyclopédie
methodique ou par ordre de matièries, corroboraría, de cualquier modo, lo
que Lavoisier había previsto al señalar en 1783, con referencia a su Memoria sobre la combustión en general: No espero que mis ideas sean adoptadas de
golpe; el espíritu humano se pliega a una manera de ver, y a los que han
considerado la naturaleza bajo cierto punto de vista durante una cierta parte
de su carrera, les cuesta trabajo pasarse a ideas nuevas.
No debe sorprendernos,
pues, que Viera, alejado ya de los centros culturales y retirado en Gran
Canaria, permanezca en gran medida anclado en el antiguo andamiaje químico en
el que, por otra parte, se mueve con soltura. Así lo atestiguan no sólo las
referencias que, sobre el flogisto,
aparecen en el poema sobre Los aires
fijos sino también el uso de la teoría
de las afinidades como elemento explicativo de las reacciones que tienen
lugar en el proceso de análisis de las aguas de Teror o Telde, tema éste al que
dedicará algunas de las Memorias
presentadas y leídas en la Real Sociedad de Amigos del País de la ciudad e isla
de Gran Canaria, de las que, como ejemplo de la prosa clara y precisa
utilizada por arcediano en sus informes científicos, incluimos un fragmento: Como el agua es en la naturaleza un producto
disolvente de diversas sustancias, no es mucho que aún las fuentes que parecen
más puras contengan partículas de diferentes tierras, sales o minerales; por
cuya razón se pueden llamar todas, en cierto modo, Minerales; si bien solo se
conocen comúnmente con ese nombre aquellas aguas en que los sentidos perciben
alguna extraña impresión.
Conviene mucho conocer cuales son estas varias sustancias
disueltas en aquellas aguas de que usamos o de que queramos usar, supuesto que
se interesa en ello nuestra salud, y aún las ventajas de algunas artes: y el
camino que hay, para llegar a ese conocimiento es el del análisis. Debémoslo a
la Química, pues esta ciencia (una de las ramas más útiles y agradables de la
Física) con su doctrina de las afinidades y sales ha ofrecido a los hombres dos
sendas para facilitar dicho examen: la una es la de los reactivos, la otra la
de la evaporación o destilación.
Llamamos reactivos químicos o precipitantes, aquellos líquidos
o sustancias que incorporadas con el agua que se busca analizar, alteran al
instante o en muy poco tiempo su transparencia, y ocasionando en las partículas
heterogéneas de que consta una forzosa combinación o precipitación, por un
efecto de las respectivas afinidades, se echan luego de ver por ellas cuales
son los principios de que las tales aguas se componen.
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