miércoles, 16 de febrero de 2011

LAS AFINIDADES O DE CÓMO LA QUÍMICA LLEGÓ A LA LITERATURA


Nuestra aproximación a la Química se había detenido en los logros de Lavoisier, a comienzos del siglo XIX. Es ahora el momento de retomar la historia posterior de esta disciplina prestando especial atención a dos asuntos que aparecen conectados con la articulación de la idea atómica y que se inscriben en la corriente general de reducción de los fenómenos a materia y fuerza. Nos referimos a la afinidad química y a la teoría atómica de Dalton.

La afinidad química

La noción de afinidad se encuentra implícita en las obras de los químicos que abordaron cuestiones relativas a la unión y la descomposición de las sustancias, a los intercambios, sustituciones, precipitaciones, volatilizaciones, etc. Estos procesos, en efecto, parecían reflejar la existencia de ciertas tendencias (predisposiciones afectivas se les llamó), más o menos ostensibles y violentas, ejercidas entre los diferentes componentes de la materia, cuya manifestación más clara tenía lugar cuando en un proceso químico, una sustancia desplazaba o sustituía a otra. De acuerdo con la teoría desarrollada al efecto, la eliminación de uno de los constituyentes del compuesto en beneficio de un tercer cuerpo se producía cuando éste último presenta una amistad, simpatía o predisposición afectiva, una afinidad en suma, por el segundo de aquellos, más fuerte que la que había provocado la primera agregación - será esta idea la que Goethe utilizará en su novela, Las afinidades electivas, para ilustrar las peripecias amorosas en las que se ven inmersos cuatro personas que pasan una temporada aisladas en una mansión rural. La fuerza de atracción que sobre ellos actúa es imperativa y misteriosa al igual que los poderes naturales que empujan a ciertos sustancias a unirse y a otras a separarse. 


Para la tradición cartesiana las predisposiciones afectivas tenían una connotación mágica; de ahí que los intentos de los newtonianos por aplicar, al ámbito de la Química, lo que tan buenos resultados les había procurado en el campo de la astronomía, les parecieran una reintroducción de las simpatías de la vieja tradición alquímica.

Esta visión newtoniana, que pretendía en última instancia reducir la química a la física, suscitará reticencias y un cierto pesimismo entre los químicos que, quizás compartiendo la idea general, eran conscientes de las dificultades explicativas que comportaba.


Laplace lo expresará de un modo claro y contundente: Las afinidades dependerán, por tanto, de la forma de las moléculas integrantes y de sus posiciones respectivas. Pero la imposibilidad de conocer las formas de las moléculas y sus distancias mutuas hacen estas explicaciones vagas e inútiles para el progreso de las ciencias.

Pese al sentimiento de escepticismo que transmiten las reflexiones de muchos de los químicos de la época, estaba claro que se había abierto una línea de investigación, quizás prematura, en torno a las fuerzas responsables, en última instancia, del comportamiento físico y químico de las sustancias. Esta línea de investigación –en la que se inscribe como ejemplo paradigmático el intento de Boscovich por reducir las propiedades del átomo a un patrón de fuerzas– sólo acabará sustanciándose cuando se articule una teoría nueva – la Mecánica Cuántica – ya bien entrado el siglo XX.

De cualquier modo, y al margen de cual fuera el modelo teórico con el que se tratara de explicar la afinidad, la medida de ésta pasó a ser objeto de estudio de los químicos quienes, a este fin, diseñaron diversas técnicas y construyeron tablas, de amplitud creciente, en las que las sustancias podían ser ordenadas en función de la afinidad por una de ellas que se usaba como patrón.


Esta visión excesivamente simplista de los procesos químicos sería puesta en cuestión por Berthollet quien, en 1799, en un artículo titulado Investigaciones sobre la ley de la afinidad, escribió:

Cuando dos sustancias compiten por una tercera, la razón del reparto depende no sólo de la razón de sus afinidades sino también de las cantidades de las sustancias presentes en la reacción.


Concluía pues, a partir de diversas experiencias, que la afinidad sola no podía determinar la dirección de una reacción química; también eran de importancia fundamental las “masas activas” de las sustancias que reaccionaban. Los efectos de las masas impedían, a su juicio, medir las afinidades relativas de dos sustancias por una tercera. Al exponer estas conclusiones, Berthollet estaba dando pasos hacia la comprensión de lo que acabaría siendo la ley de acción de masas, formulada en 1864. Se mostraba así, en la práctica, que la dirección en la que se desarrolla un proceso químico implica, como se comprenderá bastante más tarde, una competencia entre las tendencias de los sistemas hacia configuraciones de menor energía (afinidades-fuerzas) y de mayor desorden (concentraciones-cantidad de sustancias).

En otro orden de cosas, Berthollet cuestionó también una convicción tácitamente aceptada por los químicos de la época: que tanto los compuestos obtenidos de modo natural en las minas, como los producido en el laboratorio tenían la misma composición ponderal. Este cuestionamiento sirvió para que Proust centrara su atención en este tema y, así, en 1799 acabaría mostrando que el óxido de mercurio preparado en el laboratorio y el procedente de las minas de Almadén o del Japón tienen la misma composición. Enunciará poco después su Ley de las proporciones definidas:

Cuando varios elementos se combinan lo hacen siempre en proporciones de peso definidas, de tal modo que la composición de un determinado compuesto químico puro es independiente del modo en que es preparado.


El centro de la investigación química volvió al estudio de las sustancias, olvidándose, durante un largo período, del mecanismo de la reacción, cuyo estudio resultaba complejo en exceso.

Las reacciones pasaron, pues, a convertirse en instrumento para producir compuestos y no en procesos susceptibles de análisis en sí. Su estudio se reemprendería, no obstante, más tarde.

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