Los lazos entre lo macroscópico y lo microscópico
Ya hemos indicado con anterioridad que los intentos de explicar el comportamiento de las sustancias a nivel macroscópico –a simple vista– mediante modelos o hipótesis en las que interviene un sustrato microscópico tienen una historia que se remonta a la Antigüedad y unos antecedentes más próximos a la época que historiamos, finales del siglo XIX, en Newton y en el atomismo daltoniano.
En Newton se trataba, en sintonía con el programa que lleva su nombre, de dar una explicación de la ley de Boyle, PV = cte., imaginando a los gases como compuestos de partículas que interaccionaban entre sí mediante una ley de fuerzas que variaba como el inverso de la distancia; en el segundo se ofrecía la clave –la existencia de átomos distintos para cada elemento químico– para la comprensión simultánea de las leyes de las combinaciones químicas –conservación de la masa, proporciones definidas y proporciones múltiples.
Será en el ámbito del estudio de los fenómenos asociados al calor donde también acabará por irrumpir con fuerza la idea atómica como clave explicativa para entender lo que en este ámbito acontece. Irá perdiendo fuste la noción del calor como sustancia para ir ganando credibilidad la identificación del calor con el movimiento; en el camino se iran, por un lado, perfilando nociones como temperatura, calor específico, calor latente, etc., y, por otro, realizando experimentos cada vez más precisos –Black, Rumford, Joule y Davy, entre otros, acabarán, así, por afianzar la idea, esbozada con anterioridad por Francis Bacon, de que el calor no es otra cosa que una forma de movimiento.
Davy lo expresaba en estos términos: Los sólidos se expanden cuando son sometidos a una fricción violenta y prolongada (...) y si están a una temperatura mayor que la del cuerpo humano, afectan a los órganos de los sentidos con una sensación peculiar conocida con el nombre de calor. Dado que los cuerpos se expanden al friccionarlos, es evidente que sus partículas se mueven alejándose y separándose unas de otras. Ahora bien, la fricción y la percusión generan necesariamente movimiento o vibración de las partículas de los cuerpos. Podemos, pues, concluir razonablemente que este movimiento o vibración no es otra cosa que calor, o el agente repulsivo. El calor, entonces, o ese poder que impide el contacto completo de las partículas de los cuerpos, y que es además la causa de nuestra peculiar sensación de frío o calor, debe ser considerado como una forma peculiar de movimiento, probablemente una vibración de las partículas de los cuerpos, que tiende a separarlas. Puede ser así llamado con propiedad movimiento repulsivo (...)
La naturaleza granular, atómica en última instancia, de la materia permitía unificar ámbitos hasta entonces separados: la visión mecanicista ganaba adeptos y ampliaba su territorio de aplicabilidad.
Se desarrollarían modelos atómicos para las sustancias y las leyes de los gases recibirían una explicación no sólo cualitativa, sino cuantitativa –como pedía Newton– en lo que pasaría a denominarse Teoría cinética de los gases.
Será en 1865 cuando Clausius enunciará los dos teoremas fundamentales de la teoría dinámica del calor:
1.- La energía del universo es constante
2.- La entropía del universo tiende a un máximo
La primera de estas leyes recoge como principio fundamental la conservación de la energía. Concepto, este último, que, a lo largo del siglo XIX, había sustituido paulatinamente al de fuerza, más tangible en apariencia y convertido en idea unificadora desde que Newton mostrara, siglo y medio antes, cómo manejarla matemáticamente. (…) En 1846 Kelvin sostenía que la física era la ciencia de la fuerza. En 1851, después de encontrarse con Joule, aceptaba ya que la física era la ciencia de la energía. Las fuerzas podían ir y venir, pero la energía permanecía.
La segunda ley admite, por su parte, que existe una disimetría fundamental en la naturaleza: es cierto que la energía se conserva pero también es cierto que, al mismo tiempo, se degrada. Esta disimetría refleja el hecho comprobado de que la naturaleza no grava la conversión de trabajo en calor pero sí la conversión de este último en aquél; la naturaleza acepta pues la equivalencia entre calor y trabajo pero a condición de que se le pague una cuota cada vez que se convierta calor en trabajo.
Estas leyes iban a ser interpretadas finalmente, no sin controversia, en clave atómica, desde el ámbito de lo microscópico, por Boltzmann. El mundo de la apariencia cotidiana recibía así, nuevamente, una explicación desde el ámbito de lo invisible.
La Electricidad y el Magnetismo sufrirían un extraordinario desarrollo a lo largo del siglo XIX y, a finales del mismo, Maxwell iba a unificar no sólo los fenómenos asociados a ambas disciplinas sino, además, a incorporar a un único modelo explicativo los fenómenos asociados a la luz: Electricidad, Magnetismo y Óptica devenían, así, aspectos de una misma realidad. En el sustrato de todos estos procesos, las fuentes, las cargas eléctricas –¡otra vez el modelo granular como elemento explicativo!
Ya señalamos, al hablar de la Tabla Periódica, cómo la agrupación de las sustancias en familias con propiedades similares así como la existencia de distintas afinidades entre unas y otras insinuaba la existencia de ciertas interioridades en los, hasta entonces “toscos” átomos de Dalton; interioridades que también se adivinaban en la existencia de patrones específicos de emisión de luz para los diferentes elementos químicos.
Poco tiempo más tarde lo que hasta entonces era una mera insinuación de interioridades acabaría mostrándo su desnudez: ¡el atomo constaba de partes!
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