La reciente polémica sobre la oportunidad de festejar o no a un escritor eximio, al tiempo que miserable filonazi, como Louis Fredinand Destouches, mas conocido como Celine, me ha movido a revisar su obra más emblemática, "Viaje al fin de lo noche".
Sumergirse en las páginas de esa novela es una experiencia de la que no se sale indemne. Desde las primeras páginas del relato percibes que no habrá espacio alguno para la épica y que lo que va a contarte el personaje central -un trasunto del autor- estará totalmente desprovisto de heroísmo. La prosa descarnada, dura, incorrecta y poco convencional -aunque no exenta de una extraña e incómoda belleza- apenas te da respiro y, poco a poco, su mirada sobre la especie humana, más que pesimista, asqueada, te va atrapando, dejando en tí una sensación viscosa que imaginas similar a la que debe sentir la presa a la que embute, en su tela, una araña.
Las páginas sobre su participación en la Gran Guerra -¡esa que hizo aflorar los sentimientos patrios hasta el paroxismo para luego enterrarlos (desgraciadamente por poco tiempo) en el lodo y barro de las trincheras!- te inmunizan frente a la retórica de las "grandes causas": ¿Cómo iba a figurarme aquel horror al abandonar la Place Clichy? ¿Quién iba a poder prever, antes de entrar de verdad en la guerra, todo lo que contenía la cochina alma heroica y holgazana de los hombres? Ahora me veía cogido en aquella huida en masa, hacia el asesinato en común, hacia el fuego... Venía de las profundidades y había llegado. Celine no deja el menor resquicio: Escúcheme bien, compañero, y no deje pasar nunca más, sin calar en su importancia, ese signo capital con que resplandecen todas las hipocresías criminales de nuestra sociedad: "El enternecimiento ante la suerte, ante la condición del miserable...". Os lo aseguro, buenas y pobres gentes, gilipollas, infelices, baqueteados por la vida, desollados, siempre empapados en sudor, os aviso, cuando a los grandes del mundo les da por amaros, es que van a convertiros en carne de cañón... Es la señal... Infalible. Metidos en "faena" no hay otro objetivo que sobrevivir y a ello se aplicará nuestro antihéroe.
La siguiente etapa del viaje es África, el mundo colonial, del que ya atisbamos rasgos en el barco que conduce a Celine a su nuevo destino: En el frío de Europa, bajo las púdicas nieblas del norte, aparte de las matanzas, tan sólo se sospecha la hormigueante crueldad de nuestros hermanos, pero en cuanto les excita la fiebre innoble de los trópicos, su corrupción invade la superficie. Entonces nos destapamos como locos y la porquería triunfa y nos recubre por entero. Es la cofesión biológica. Desde el momento en que el trabajo y frío dejan de coartarnos, aflojan un poco sus tenazas, descubrimos en los blancos lo mismo que en la alegre ribera, una vez que el mar se retira: la verdad, charcas pestilentes, cangrejos, carroña y zurullos. También allí el panorama resulta desolador y no hay en el relato destello alguno de esas ráfagas de luz que encontramos en cronistas de la empresa colonial como Kipling y, mucho menos, ecos de esas ficciones novelescas en las que se desplegaban las aventuras africanas de exploradores reales o de pacotilla -¡pero a los ojos de Celine, siempre falsos y, desde luego, nada heróicos!
La historia va a volverse más personal tras el breve interludio en el que relata su estancia en los Estados Unidos; allí ejerce como obrero en la fábrica de automóviles Ford -una pieza despersonalizada en una cadena de montaje-: "¡No te van a servir para nada aquí los estudios, chico! No has venido aquí para pensar, sino para hacer los gestos que te ordenen ejecutar... En nuestra fábrica no necesitamos a imaginativos. Lo que necesitamos son chimpancés... Y otro consejo. ¡No vuelvas a hablarnos de tu inteligencia! ¡Ya pensaremos por ti, amigo! Ya lo sabes; y allí, también, encontrará a Molly, una de las escasas personas por las que Ferdinand (Celine) siente empatía, y a la que envía un mensaje que, salido de unas páginas tan desesperadas, desconcierta: Buena, admirable Molly, si aún puede leerme, desde un lugar que no conozco, quiero que sepa sin duda que yo no he cambiado para ella, que sigo amándola y siempre la amaré a mi modo, que puede venir aquí, cuando quiera compartir mi pan y mi furtivo destino. Si ya no es bella, ¡mala suerte! ¡Nos arreglaremos! He guardado tanta belleza de ella en mí, tan viva, tan cálida, que aún me queda para los dos y para por lo menos veinte años aún, el tiempo de llegar al fin.
Recuperamos a nuestro protagonista en Francia y lo vemos convertido en médico -de sus años de estudio poco nos cuenta- en La Garenne-Rancy, ahí, a la salida de París, justo después de la Porte Brancion.
La sordidez vuelve a instalarse en el relato que, ahora, deviene más cercano, formando parte de la cotidianeidad y de la normalidad, -¡o, al menos, de lo que por tal parece aceptar nuestro antihéroe!-. Asistimos, así al deprimente espectáculo -Celine continúa aplicando su implacable mirada- de la vida en los suburbios en los que nuestro protagonista-testigo ejerce como médico. Hasta allí llegará el recurrente Robinson, al que Ferdinand había conocido durante la guerra y al que había vuelto a encontrar en las colonias y en América, para desencadenar un nuevo descenso a los infiernos.
La novela parece una ilustración terrenal de esa máxima que Dante había colocado a las puertas del Averno, "Lasciate ogni esperanza voi ch'entrate".
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