miércoles, 2 de noviembre de 2011

VIERA Y CLAVIJO EN LA CIENCIA DE SU TIEMPO (I)



Hace años publicamos en la colección materiales de historia de la ciencia tres obras de D. José de Viera y Clavijo (1731 – 1813) – Noticias del cielo o astronomía para niños, Los aires fijos y Las bodas de las plantas – en las que aborda temas de Química, Botánica y Astronomía respectivamente; las dos primeras concebidas por el autor en forma de poema y la tercera como catecismo –estructura esta última, apoyada en preguntas y respuestas dirigidas, que también aplicará a sus Noticias de la Tierra o Geografía para niños y al Librito de la Doctrina Rural, para que se aficionen los jóvenes al estudio de la Agricultura, entre otras producciones– .

¿Qué nos dicen estas tres obras sobre los conocimientos científicos de Viera? ¿con qué intención fueron escritas? ¿qué tienen que ver con el espíritu que animó su tiempo?.

Responder a estos interrogantes exige situar a Viera en su época, el siglo XVIII, y ello obliga no solo a trazar una breve semblanza biográfica del personaje sino también a ocuparse, siquiera sea de una forma necesariamente escueta, del estado de la ciencia del periodo así como del momento que le tocó vivir.

IMPRESIONES SOBRE LA VIDA Y OBRA
DE UN CANARIO EN LA ÉPOCA DE LA ILUSTRACIÓN
  
En este estado quedaron las Memorias del señor Viera a su fallecimiento, acaecido en esta ciudad de Las Palmas de Gran Canaria en la madrugada del 21 de Febrero de 1813.

Erigiósele un tosco túmulo de piedra y cal en el cementerio católico de dicha ciudad, a un metro y tres decímetros del muro del norte, y como a ocho metros y medio de distancia del muro del poniente, permaneciendo en él sus restos hasta el 19 de Diciembre de 1860, en que se derribó para hacer la traslación de los mismos, provisionalmente, a uno de los nichos del nuevo panteón de los canónigos, construido en el mismo cementerio, y una lápida marca el sitio donde descansan las cenizas de este Ilustre Canario, hasta que con el tiempo se levante un sepulcro consagrado exclusivamente a perpetuar su memoria.

Al hacerse la exhumación, se hallaron aquellos restos casi todos deshechos, a excepción de la parte superior del cráneo, las canillas, y los huesos largos de los brazos, encontrándose entre la cal que los cubría, dos hebillas de acero, una de las cuales estaba rota.

¿Quien es este señor Viera? ¿Quien fue ese Ilustre Canario? ¿A quien pertenecieron esos despojos? ¿Qué nos dicen sus Memorias? ¿Revelan una personalidad eminente? ¿Se trata de una figura clave dentro de un proceso renovador? ¿Qué ideas albergó ese cráneo cuya parte superior resistiera, con verdadero afán de perduración, el paso destructor del tiempo? ¿Esas hebillas de acero, de qué época hablan, de qué clase social? ¿Esas cenizas merecían tan alto honor?.



Detengámonos un momento y contemplemos su grabado. Una noble fisonomía envuelta en ropaje de abate. Una mirada, una sonrisa que son de un siglo de luces, no de tinieblas. Una frente poderosa que parece contener ideas poderosas. Una imagen que nos transporta en el tiempo a un periodo de nuestra civilización que amamos. A un siglo que brilla en nuestro conocimiento con luz especial: la luz de la Ilustración. Un siglo de revolución, de transformación, de cambio y progreso. Un siglo forjador de una nueva mente para un hombre nuevo: el Hombre Moderno, amante de las ciencias, la duda, incrédulo y hostil a la superchería.

¿Fue José de Viera y Clavijo, ese Arcediano que tenía la sonrisa de Voltaire, – pues no es otro ese señor Viera, ese Ilustre Canario que tan bien dejara grabado, para la posteridad, P. Hortigosa – un Hombre Ilustrado? ¿Responde este cura de provincias, educado por los dominicos, mas tarde reeducado por el P. Feijoo, conocedor de Voltaire, admirador del P. Isla, miembro de la tertulia lagunera de Nava, poeta, traductor, autor de una historia de su tierra canaria, viajero en la Europa del siglo XVIII por cuenta de la nobleza junto a la que medró, visitador incansable de Jardines de Botánica, gabinetes de Historia Natural y Física, asistente asiduo a conferencias académicas, químico, divulgador, etc., a la idea de enciclopedismo, poligrafismo y cientifismo que caracteriza a una época conflictiva, beligerante, que ha plantado batalla en todos los frentes: en el campo de la economía, de la política, de la religión, de lo social, de las ideas? ¿Contribuyó este hombre, que consagrara su vida a la Iglesia, a imponer con su obra, en la España de los Borbones, esa nueva concepción de las cosas terrenales y divinas que se abría paso, a golpe de sable, allende la frontera?. En resumen, ¿fue José de Viera y Clavijo un espíritu moderno?.

Dejemos que sea él mismo quien despeje tanto interrogante. Que su obra, de una vida entera, nos descubra su verdad. Articulemos esos huesos deshechos, recubrámoslos de músculos y nervios, hagamos correr la sangre por sus venas, inyectémosle vida e interroguémosle. Busquemos la respuesta en cada acto de su vida, en su palabra escrita, en su acercamiento a la naturaleza, en su visión de un mundo que se resquebraja y su esperanza en otro que va imponiéndose con tenacidad e ira.

Viera nació, vivió y murió bajo el cetro de los Borbones, en un siglo y una tierra donde llegó a señorear el despotismo ilustrado. Vio su primera luz un día de diciembre del Año de Gracia de 1731, en un trozo de tierra canaria (Realejo Alto) con Felipe V, monarca absolutista; transcurrió su juventud bajo el manto pacifista de Fernando VI; Carlos III arroparía con su espíritu ilustrado una madurez fecunda; su vejez fue testigo de la caída y muerte de un rey abúlico: Carlos IV. Floridablanca, Aranda, Campomanes, Jovellanos favorecerían su incuestionable elección a favor del progreso y las luces y en contra de la decadencia y el oscurantismo.

Su aparición se produce en una época de verdadera explosión demográfica: cinco millones de almas más disputándose un lugar en una tierra que parecía despertar de un ocaso de Imperio. Procedente del estado llano, de su sector más culto – su padre era miembro de esa burguesía ascendente que no tardaría mucho en ser dominante, y de profesión escribano – fue protegido por el clero y la nobleza: los dos máximos estamentos en la sociedad española del siglo XVIII. Ayo del Marquesito del Viso y gran amigo de su padre, el Marqués de Santa Cruz, recorrería una Europa fascinante, en plena ebullición intelectual que le dejaría una espléndida huella en su noble rostro: esa sonrisa que tanto agradaría a Un Voltaire y que, con toda seguridad, se vería en más de una ocasión a borrar por entero de su faz. Reclutado por la Iglesia, ésta llegaría a premiarlo con un arcedianato: el de Fuerteventura.

 En la España del XVIII el noble nace, el clérigo se hace. Mientras el privilegio nacía con el primero, el segundo lo adquiría con el estudio, el tesón y el mecenazgo. Ser miembro de una institución como la eclesial, que casi era un estado dentro del estado, comportaba, pues, todo un privilegio. El color de la sangre era requisito ineludible para acceder a un alto cargo, obstáculo que no lograría salvar el estado llano, salvo honrosas excepciones. Buen número de sacerdotes se veían obligados a ejercer trabajos que nada o muy poco tenían que ver con su profesión. Es así que vemos a muchos de ellos administrar patrimonios de señores particulares, y ocupados como preceptores de gramática. La Iglesia española era, en el siglo de la Ilustración, un estamento privilegiado, con fuertes raíces en el pasado, que  obtenía sus ingresos a través de primicias, diezmos y donaciones o de los beneficios que le reportaban sus extensas propiedades (tierra, ganado, etc.) y servida por ese Cancerbero de temibles colmillos que se llamó Inquisición, especie de organización paraeclesial que, aunque con poderes recortados en la segunda mitad del siglo, allí donde sus fauces hundía, el desgarro y la amargura proporcionaba.

Gran lector, quemó sus ojos, ya desde la infancia, en todo tipo de lectura: (...) y no había clase de libros, fuesen devotos o profanos, de historias o novelas, de instrucción o diversión, en prosa o en verso, en octavo o en folio, que se resistiera a su insaciable curiosidad.

La escolástica y el aristotelismo no consiguen dañarle su extraordinario cerebro, y es el P. Feijoo quien barrería con esos miserables estudios que tan sabiamente impartían los dominicos en el convento de Santo Domingo de la Orotava.



Benito Jerónimo Feijoo, benedictino, encontraría en Viera un campo perfectamente abonado donde depositar su semilla sin temor a que ésta no germinara. Su batallar por la verdad y purgar al pueblo de su error quedaría grabado, con toda seguridad, en la conciencia de este nuevo y desconocido discípulo, y su obra crítica sería devorada con impaciencia, por un espíritu ansioso de un nuevo mundo científico (...) y otros inmensos horizontes.

Esta influencia, junto a la recibida de sus traducciones del francés, inglés e italiano le proporcionarían las herramientas adecuadas con las que fustigar, desde el púlpito, la ignorancia y supercherías tan comunes entonces y elevar a la categoría de digna, una oratoria dominada por la falacia y la necedad.

Su escalada hacia las cimas del pensamiento ilustrado europeo es irrefrenable. La atracción que ejerce en él la sonrisa de Voltaire se haría más poderosa con su entrada, como miembro distinguido, en la tertulia lagunera de Nava, especie de tabernáculo de las más avanzadas ideas de la época, auténtico oasis de la Ilustración en un panorama cultural desolador y esclerotizado. Integraban la misma distintos caballeros principales de Tenerife, que amantes de la buena instrucción, y unidos por los vínculos de la amistad, procuraban acercarse a los conocimientos de la Europa sabia, y burlarse de ciertas preocupaciones del país. Don Tomás de Nava y Grimón, marqués de Villanueva del Prado; Don Cristóbal del Hoyo, marqués del Buen Paso; Don Juan Bautista de Franchy; Don Fernando de la Guerra y Peña; Don Juan A. de Franchy y Ponte: Don Martín de Salazar, conde del Valle Salazar; Don Juan Urtusaustegui; Don Agustín de Bethencourt y Castro, etc., la mayor parte de ellos miembros del estamento nobiliario, clase social dominante y con poder político-social real. Élite privilegiada, propietarios de la tierra, ocupaban – capa media de la nobleza – los altos cargos del ejército, la iglesia y la administración. Acceder a la hidalguía, fuente de privilegios jurídicos y económicos, en la España de los Borbones, no sería fácil, llegándose incluso a dictar leyes restrictivas  a tal efecto. La Corte fue centro de atracción para la alta nobleza y sus intereses eran los mismos que los de su Rey. En lo esencial, la Ilustración no llegaría a cuestionar sus prerrogativas.

La relación de Viera con la célebre tertulia fue de participación activa y creativa. Fruto de la misma serían aquellos papelillos críticos que recogería la Gaceta de Daute; la vagatela (sic) de los Endecasílabos en elogio fúnebre del Marqués de San Andrés, el más volteriano de los miembros de la tertulia; su Representación en nombre del Síndico Personero de la Orotava al Comandante General y a la Real Audiencia sobre la facilidad y grandes ventajas en la apertura de un puerto con un muelle en la playa de Martianes, conforme a lo dispuesto por sus diputados en cabildo general del 18 de Mayo de 1769; Carta filosófica sobre la aurora boreal que se observó en la ciudad de La Laguna la noche del 18 de Enero de 1770; Observación del paso de Venus sobre el disco solar del día 3 de Junio de 1769, desde una azotea del Puerto de Orotava, por medio de tres telescopios de reflexión.

Pequeñas y grandes ideas llegaron a cocerse en esta insólita tertulia de intelectuales ilustrados, libres de trabas inquisitoriales o con mayores disponibilidades de burlarlas. Estar al corriente de los últimos avances de las ciencias y las letras sólo le era factible a determinada minoría. Y ésta utilizaba todos los medios a su alcance para poder satisfacer su curiosidad de ilustrados: desde la lectura de libros en su idioma original, a la proyección de viajes al extranjero, pasando por la correspondencia o las visitas de hombres notorios que con sus conocimientos y trabajos estaban contribuyendo a cambiar el mundo. La prohibición de la Enciclopedia –ese gran testamento del siglo de las luces– no fue óbice para que ésta fuera devorada por los ilustrados españoles en general y canarios en particular.

La embarcación aportó a aquella ciudad, el día 21 de noviembre de 1770. Allí observó Viera todo lo más notable, y siguió las jornadas regulares a Madrid. ¿Qué hacía nuestro ilustrado abate en tierras continentales? ¿Qué preocupaciones le llevaron a abandonar su isla lejana y trasladar su inquieta figura a la Corte del más ilustrado de los Borbones, Carlos III?.


Echemos un vistazo hacia atrás, remontémonos en el tiempo y contemplemos a un Viera afanado en investigar, husmear documentos, escarbar en manuscritos, acumular datos ¿Qué idea anidó en su cerebro que tan revuelto lo tiene? Acerquémonos quedamente. Juan de Bethencourt el Grande, Juan Núñez de la Peña, Antonio de Viana, F. Alonso de Espinosa, Fray Juan Abreu Galindo. No cabe duda. Es su obra maestra la que bulle en su magistral cabeza: Noticias de la Historia General de las Islas Canarias. ¿Qué le impulsaba a emprender una obra de tal envergadura? Veamos lo que él mismo nos dice: Había algún tiempo que le causaba desconsuelo el ver que carecía su patria de una exacta, juiciosa y digna historia... Deseaba, pues, hacer a las Canarias este servicio.

¡Qué gran deuda para con sus amigos de la Tertulia! Pues no otros eran los que financiaban un viaje que sería decisiva en la vida de este cura de provincias recién convertido en historiador de una tierra que le diera savia y raíces. Terminado el primer tomo y a punto de dar remate al segundo fue necesaria su presencia en Madrid. Y es así que le vemos camino de la Villa y Corte, con su voluminosa historia soberbiamente impresionada en cada partícula de su ser.

Sus días de viajero no habían hecho sino empezar.

A partir de este momento y bajo el mecenazgo del Señor Marqués de Santa Cruz, Grande de España, de cuyo hijo era tutor, Viera entraría en contacto directo con el mundo de la Ilustración y con muchos de sus héroes, visitando Francia, Flandes, Alemania, Italia y Austria.

Por su Diario e itinerario de mi viaje a Francia y a Flandes (1777 – 1978) conocemos los lugares hacia donde su infatigable inquietud lo arrastrara. No quedó ciudad, iglesia, palacio, academia, biblioteca, museo, gabinete de historia natural, de física, jardín botánico, laboratorio químico que no supiera de su inquisitiva presencia. París, sede del movimiento cultural ilustrado, le daría la magnífica ocasión de tratar a los sabios y artistas de más nota. Sus pasos resonaron en los pasillos de las academias de ciencias, artes y medicina; Sigaud de la Fond, Balthazar Sage y Valmont de Bomare lo tuvieron como alumno diligente en sus cursos de física experimental, química e historia natural. Des nouvelles de la republique des Lettres et des Arts hizo de él uno de sus primeros suscriptores. Benjamin Franklin, político, científico y publicista americano; Condorcet, secretario de la Academia de Ciencias; D’Alembert, matemático, físico y escritor; Barthelemy, etc., fueron algunos de los muchos hombres de ciencias y letras con los que nuestro clérigo llegaría a trabar conocimiento en esos famosos miércoles de la posada de la Blancherie.

Un segundo periplo lo llevaría a través de Italia y Alemania. Sus aventuras quedarían registradas en su Diario e itinerario de viaje desde Madrid a Italia y Alemania, volviendo por los Países Bajos y por Francia (1780 – 1781). De nuevo su insaciable curiosidad cultural lo encaminaría hacia todo aquello que le procurara satisfacción y conocimiento intelectual. Se entretuvo en el gabinete del padre Beccaria, quien en su honor, hizo verdaderos alardes de su sabiduría en cuestiones de electricidad, en lo que era tan famoso. Sería agasajado en la corte romana en la que obtuvo del docto padre Mamachi, Ministro del Sacro Palacio (...) licencia absoluta para leer libros prohibidos en los dominios de España y Portugal, sin excepción ninguna de obras ni de materias. Nápoles lo introduciría en un mundo de magia – la Grota d’il Cane, en la cual hizo el común experimento de hacer caer como muerto a un perro con el gas mefítico que allí se exhala, y volverlo a resucitar al punto, aplicándole el álcali volátil – y de viejas ruinas históricas – las excavaciones de Herculano y Pompeya –. En Florencia, el Gran Galileo, desde su tumba, le recordaría, con toda certeza, la persecución de que fuera objeto la ciencia en su propia persona, el dolor y la pesadumbre infligidos por una intransigencia religiosa sin límites, que veía como se tambaleaban unos conceptos que les servían de base para sostener un Universo en el que ellos, más que el mismo Sol brillaban. El telescopio, la esfera copernicana, los satélites de Júpiter, la caída de los cuerpos graves, ¿podemos imaginarnos qué sentimientos lo embargarían ante estos símbolos que contribuyeron a crear la nueva era, disipando errores, y despejando un camino enmarañado por intereses de dominación más terrenales que divinos?.


En Viena conocería al naturalista, químico y director del Jardín Botánico Imperial Nicolaus Joseph Jacquin, quien tuvo el gusto de sorprender a Viera el día en que le mostraron las plantas, llevándole a un invernáculo en el cual se criaban muchas de las peculiares de las Canarias, como son: el plátano, ñame, yerba de risco, cardón, retama blanca, verode; al Doctor Jan Ingenhousz, médico del Emperador, autor de los nuevos descubrimientos de los gases, o aires fijos, que exhalan las plantas, en cuyo estudio divirtió a los Señores con varios experimentos muy distintos, distintas noches. Dos experiencias que dejarían honda huella en un hombre cuyo amor a las ciencias le había llevado a reservarles en su genial cerebro  fantásticas parcelas.

Un año, tres meses y cinco días de auténtico vértigo cultural, en los que el agasajo frívolo alternó con el gozo intelectual. En los que la nobleza, la iglesia y la cultura rindieron un valioso homenaje a este amante de las ciencias y las artes, facilitándole, en todo momento, el libre movimiento en una galaxia muy distante a la de su procedencia. ¡Qué gran deuda para con su noble amigo el Marqués de Santa Cruz! ¡Qué gran deuda para consigo mismo, para con ese cerebro privilegiado, a quien la naturaleza, como las hadas madrinas de los viejos cuentos infantiles, donara extraordinarios dones: talento, inteligencia, lucidez, una viva curiosidad, una avidez de conocimientos sin igual, una extremada sensibilidad, un amor inusitado a la ciencia, una sonrisa, en fin, réplica magnífica de aquella otra que lo fuera del más grande de los hombres de la Ilustración: Voltaire!.


Su vuelta a Canarias se produce cuando nuestro insigne Arcediano cuenta cincuenta y tres años de edad. Esta nueva etapa de su vida sería la de su colaboración con la Real Sociedad de Amigos del País de Gran Canaria, quien le nombraría su Director el año 1790, y la de la gestación del Diccionario de Historia Natural de las Canarias, o índice alfabético de los tres reinos, animal, vegetal y mineral con las correspondencias latinas.

Curiosísimas son las memorias destinadas a la Real Sociedad de Amigos de Canaria: Examen analítico de la fuente agria de Telde, sita en el barranco del Valle de Casares; el de la fuente llamada de Morales, a súplica del corregidor D. Vicente Cano; Noticias sobre las minas de carbón de piedra, su naturaleza,&; Sobre el ricino o palmacristi, o higuera infernal, llamada vulgarmente tártago en estas islas, sus utilidades económicas, sus virtudes medicinales,&; Sobre el azaigo, tasagayo o raspilla que es la rubia silvestre, para el tinte rojo de lana, su cultivo, &; Sobre el modo de hacer el cremor tártaro y el cristal de tártaro de las rasuras de las pipas y los toneles de vino; Sobre algunas observaciones relativas a la cría de gusanos de seda; Sobre el modo de quemar el cófe-cófe yerba barrilla, para hacer la sosa o sal alcalina; Sobre el modo como se hace en Francia el carbón de leña; Sobre el modo de renovar pasta de yerba de orchilla, y su uso en los tintes; Sobre el modo de renovar los sombreros viejos; Sobre el modo de desengrasar la lana; Sobre varios secretos para el uso de plateros y orífices, y dar distintos colores al oro, &; Sobre el origen, naturaleza, cultivo y usos económicos de las papas; Sobre el modo de hacer pan de papas; Sobre el modo de regenerar la buena semilla de las papas; Sobre el mejor uso que pudiera hacerse de la pita o ágave americano; Sobre algunas utilidades de la ortiga picante; Sobre el modo de hacer queso de leche de vaca a la holandesa; Sobre el modo de pulimentar el mármol, &.

Sus fines, como vemos, son de carácter utilitario, práctico. He aquí una faceta que nos muestra a un Viera preocupado por los asuntos comunes, triviales en apariencia, ligado a las cosas de la tierra, empeñado en la instrucción y el didactismo.

Su afición a la naturaleza lo llevaría en la última década del siglo, en plena Revolución Francesa, a impartir clases de historia natural, en su casa,..., en dos sesiones por semana,... se recorrieron los tres reinos de la naturaleza, y se hicieron varios experimentos sobre los gases o aires fijos, con otras curiosidades químicas. En su mente – ¿cómo dudarlo? – se hallaban bien grabadas las innumerables visitas que hiciera, viajero por la Europa de la Ilustración, a un sinfín de museos de historia natural. La huella dejada se abrió, entonces, como un fruto: el embrión de un gabinete de Historia Natural en su patria chica.

¿Fue Viera un Hombre de su Siglo? ¿Su trayectoria, lo proyectó para el futuro como Hombre Moderno? ¿Fue pleno su compromiso con la Ilustración?

Ésta, y no otra, es mi obra, ésta, y no otra, ha sido mi vida parecen decirnos esos restos casi deshechos, ese trozo de cráneo milagrosamente conservado en el tiempo, esas hebillas de acero recubiertas de cal, esas cenizas que si bien fueron de un hombre de iglesia, también lo fueron de un Ilustrado.

COMPLEMENTO AL APUNTE BIOGRÁFICO DE VIERA Y CLAVIJO

El esbozo biográfico que hemos incluido aparece bastante sesgado hacia las actividades científicas de D. José Viera, por lo que añadiremos aquí algunos comentarios sobre sus otras inclinaciones: la literatura, la historia, la crítica de costumbres, las reflexiones sobre el ejercicio eclesiástico, su preocupación educativa y la divulgación. A todas ellas dedicó el abate su atención, más o menos intensa, a lo largo de los tres periodos en los que podemos dividir su dilatada biografía: la época del Puerto de la Orotava y La Laguna; su estancia en Madrid; la etapa final en Gran Canaria.

No cabe duda alguna que D. José tuvo siempre aspiraciones poéticas y literarias y desde muy joven probó fortuna en este terreno, guiado, eso sí y al igual que sucedería en el campo científico – donde son rastreables, sin excesiva dificultad, los autores que le inspiraron –,  por modelos de cierto éxito y renombre: Porque había leído con gusto la historia de Guzmán de Alfarache, escribió la de Jorge Sargo y entonces tenía catorce años, dirá en su Autobiografía, añadiendo más adelante, (...) De esta temprana afición a la poesía nació sin duda la suma facilidad con que en su primera juventud se hizo el afamado autor de loas, entremeses, letras de villancicos, coplas, décimas, glosas, sátiras y otras obras pueriles, algunos de cuyos títulos, escritos durante su periodo de formación en el Puerto de La Orotava, se citan a continuación: Tragedia sobre la vida de Santa Genoveva; El Rosario de las Musas o los quince misterios del Rosario; Las cuatro partes del día y las ocupaciones ordinarias del hombre en ellas; Fruta del tiempo en el Parnaso (Fruta verde del Parnaso); Abecedario de los nombres más usados de hombres y mujeres. Cada uno descifrado en una décima; Baraja de cuarenta cartas, La dama novelista o suma teológica moral, acomodada al estudio de una señora y el Sermón de San Antonio de Padua.

Su estancia en La Laguna y la influencia del espíritu que se respira en la Tertulia de Nava acentúan su vena irónica y cáustica así como su beligerancia, y estimulan, al mismo tiempo, sus incipientes dotes de cortesano, aún a distancia. Se estrena, así, con Un sueño poético – con motivo de las exequias de la esposa de Fernando VI, Doña Bárbara de Braganza – y continúa con las Seguidillas a la ciudad de La Laguna. Chulada burlesca a la perdurable intemperie de la ciudad de La Laguna; El Herodes de las niñas, las viruelas; Títulos de comedias españolas adaptadas al carácter de cada dama y caballero de La Laguna; Segunda parte de la historia del famoso predicador Fr. Gerundio de Campazas; La Canaria o floresta de dichos, agudezas y prontitudes acaecidas en las Canarias; Papel hebdomario; El Piscator lacunense; El Jardín de las Hespérides: representación alegórica de las Islas Canarias reconociendo por su Rey y Señor a nuestro católico monarca Don Carlos III; Loas, coloquios y otras poesías con motivo de las mismas fiestas. A ellas se unirán los Papeles de la Tertulia, en los que es reconocible la marca del abate que ya se ha convertido en elemento esencial y dinamizador de la misma: Gacetas de Daute, Los zapatos de terciopelo, Memoriales del Síndico Personero – al que dedicaremos mayor atención al esbozar la actividad educativa y divulgativa de Viera –, Las cartas del viejo de Daute, El elogio del Barón de Pun, etc. El Poema de los Vasconautas y la Loa de adoración de Reyes cierran su actividad poética durante el periodo lagunero y la Carta filosófica sobre la aurora boreal observada en la ciudad de La Laguna en la noche del 18 de enero de 1770 su ocasional producción científica.

El 12 de octubre de ese año embarca hacia la Península con la intención, ya reseñada más arriba, de dar cumplido fin a la obra en la que lleva trabajando desde 1763, Noticias de la Historia de Canarias.

Su actividad en la Corte y las que, como tutor y acompañante de un Grande de España, se ve obligado a desempeñar, movilizan no sólo sus dotes de persuasión y su capacidad para entablar relaciones convenientes sino también su ya desenvuelta y ligera pluma. Y así, al mismo tiempo que prosigue su obra magna, elabora obrillas cortas, de las más variadas materias, para completar la educación de su pupilo: Idea de una buena lógica en diálogo; Compendio de la Ética o Filosofía Moral; Nociones de Cronología; Epítome de la Historia Romana, de la Historia de España y de la Historia Eclesiástica, etc., comienza su actividad como traductor, a la que volverá con renovado ímpetu en su etapa Gran Canaria, con la Apología de las mujeres, de Mr. Perrault y poco después con el libro cuarto de la Imitación de Cristo y da rienda suelta a su retórica y poética cortesana  componiendo elogios y loas en los que enaltece y lisonjea a señalados personajes o concurriendo a certámenes y premios: Oda a las parejas de Aranjuez; Égloga genetlíaca – con motivo del nacimiento del infante Carlos Clemente –; Elogio de Felipe V, Rey de España; El segundo Agatocles, Cortés en Nueva España; La rendición de Granada; Elogio de Don Alonso Tostado, etc.

Sus viajes por España y Europa le van a permitir adquirir una visión más objetiva del abismo que existe entre su país y las naciones ilustradas. Sus lecturas se hacen así carne. Por otra parte, los conocimientos científicos adquiridos en los cursos a los que asistió le van a procurar ciertos beneficios cortesanos al convertirse en demostrador científico, realizando espectaculares experiencias con los aires fijos y componiendo los cuatro primeros cantos del poema Los aires fixos que publicamos.

Su retorno a las Islas, y más en concreto a Gran Canaria, no disminuye, pese al poso de amargura que le supone su falta de reconocimiento oficial –el Arcedianato de Fuerteventura no parece suficiente compensación para un hombre de sus merecimientos– , su ardor y su capacidad de trabajo. Sus obras, durante los seis lustros de vida que le restan, abarcan temas que van desde los asuntos religiosos –15 sermones– a las traducciones de tragedias: Las Barmecidas y El Conde de Warkvick de La Harpe; Junio Bruto de Voltaire La Merope de Scipión Maffei; Berenice y Mitrídates de Racine, o de poemas: La Elocuencia de La Serre; Los Jardines y El hombre de los campos de Delille; La felicidad de Helvecio; La Henriada de Voltaire; Las Sátiras de Boileau, etc., pasando por los trabajos que realiza en obsequio tanto de la corporación Eclesiástica a la que pertenecía  como de la Sociedad Económica de Canaria y por los estudios de ciencias físico–naturales: Las bodas de las plantas; El librito de la Doctrina Rural; Las noticias del cielo; El Diccionario de Historia Natural de Canarias, o índice alfabético de los tres reinos, animal, vegetal y mineral con las correspondencia latina.

El día 21 de Febero de 1813 Viera y Clavijo finalizaría su periplo vital.




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