martes, 20 de enero de 2009

HISTORIA DE LA CIENCIA Y CULTURA



Es de sobra conocido el papel marginal que la ciencia juega en los relatos donde se cuenta la historia de nuestra civilización. Basta para sustanciar este hecho elegir cualquier texto con el que se enseña y aprende historia.

Y, sin embargo, si preguntáramos a un historiador si considera interesante investigar la historia de la Ciencia, probablemente su respuesta sería afirmativa. No obstante, ¿cuántos de ellos se ocupan de investigar, desde una perspectiva histórica, la ciencia que se hacía en el periodo que estudian?

Esta marginalidad de la ciencia y su historia en el mundo académico se extiende más allá de este ámbito para instalarse en el mundo de la cultura y así, en un libro de amplia difusión que lleva por título La Cultura. Todo lo que hay que saber, su autor, Dietrich Schwanitz, escribe en el capítulo V, bajo el epígrafe “Lo que no habría que saber”:

La esfera de la denominada “segunda cultura” es una esfera neutral. Este concepto procede de una controversia en materia de política cultural desencadenada en los años 1950 por el inglés C.P. Snow, físico y escritor de novelas al mismo tiempo, quien, durante el debate sobre la implantación de la escuela integrada en Inglaterra, pronunció una importante conferencia titulada “Las dos culturas”. Con esta expresión hacía referencia a la cultura humanista y literaria de la formación clásica, por una parte, y por otra a la cultura científico-natural y técnica. En su conferencia acusaba a la tradición cultural inglesa del gentleman y del amateur en general de haber dado siempre prioridad a la cultura humanista y literaria en detrimento de las ciencias naturales, con lo que habría contribuido al retraso de Gran Bretaña respecto a EEUU y Japón, países entusiastas de la tecnología. Consecuentemente, exigía que los planes de estudio de colegios y universidades prestasen mayor atención a los conocimientos técnicos y científico-naturales.

Esta conferencia, a la que se hace mención en la cita, provocó un amplio debate sobre la relación entre las dos esferas de la cultura. No obstante, la exhortación de Snow quedó prácticamente sin efecto; ciertamente hoy la escuela imparte los conocimientos propios de las ciencias naturales, que, en cierta medida, contribuyen a una mayor comprensión de la naturaleza, pero no a la comprensión de la cultura. Por eso sigue considerándose imposible que alguien no sepa quien fue Cervantes o Tiziano; en cambio, si no sabe qué dice el segundo principio de la termodinámica o qué relación existe entre el electromagnetismo y la óptica, o qué es un quark, nadie llegará a la conclusión de que está ante una persona inculta.

Por más lamentable que pueda parecernos a algunos, y aunque nadie se vea obligado a ocultar sus conocimientos científicos, hemos de reconocer que estos no forman parte de lo que se entiende por cultura.

Parece claro, por otra parte, que el autor al que hemos mencionado antes, por la mínima y casi testimonial extensión que dedica a la ciencia en su libro de unas 600 páginas, no parece alinearse con los que lamentamos esta situación y consideramos imprescindible modificarla.

Su posición es, además, ampliamente compartida por gran parte de lo que podríamos denominar el “estamento intelectual” y así la vemos aflorar periódicamente en los medios de comunicación cada vez que, por ejemplo, se discute sobre el sistema educativo. En efecto, entonces aparecen llamamientos desesperados de filósofos, filólogos e historiadores alertándonos sobre la paulatina pérdida de peso que las denominadas disciplinas humanísticas sufren en los programas de la enseñanza secundaria –ese periodo que resulta vital en la formación cultural de los adolescentes– y de esa algarabía parece desprenderse que la formación se ha desplazado en esa etapa educativa hacia la ciencia.

Se vislumbra, ultimamente, algo de luz al incluirse en el currículo de la enseñanza secundaria una asignatura que con el título Ciencias para el Mundo Contemporáneo deberán cursar todos los alumnos de Bachillerato.

Esta polémica, que en cierto modo se asemeja a los Diálogos de besugos que aparecían en el semanario de humor DDT, refleja, no obstante, una estrecha visión del humanismo (y de la cultura) que resulta preocupante no sólo por acientífica sino por lo que implica como sustrato con el que se construyen los hechos.

Si la Historia es, parafraseando al profesor Seco Serrano, maestro de historiadores, “ciencia de la realidad que tiene que ser construcción y no mero espejo de los hechos” y que, cuando se habla de cultura e incultura de una persona, como bien señala Dietrich Schwanitz, con toda seguridad se está utilizando como patrón de medida el mayor o menor conocimiento que se posee sobre historia, lengua o literatura y muy pocas veces se toma en consideración, como una muestra evidente de incultura, el desconocimiento de los rudimentos esenciales de matemáticas y física, biología, geología o química elemental, ¿no se estará llevando a cabo una construcción claramente incompleta y sesgada de los hechos?

Es cierto que, de vez en cuando, estos polemistas a los que antes hacíamos mención o los historiadores de la filosofía o las mentalidades no pueden evitar, cuando se remontan a los momentos fundacionales del pensamiento crítico, hacer mención, siempre con gravedad, a la importancia que una disciplina científica, la matemática, tuvo en la articulación de los sistemas de Platón y Descartes – cuya influencia en la conformación del pensamiento occidental es imposible soslayar – o que cuando teorizan sobre la Revolución Científica no puedan evitar referirse al papel central jugado por la Astronomía en la nueva ubicación del hombre en el mundo o que al hablar de ética y moral en nuestros días no puedan soslayar la importancia de la manipulación genética o que ... La lista es larga.

Esas menciones y referencias, sin embargo, son en general superficiales y en muy pocas ocasiones descienden a la esencia de lo que se discute: ¿se explica acaso, de forma inteligible, lo que significa el modo matemático de “ver el mundo” y las pretensiones que animaban a toda esa pléyade de pitagóricos que pueblan la historia de la filosofía o la ciencia, o cuál es el contenido sustancial del Principio de Relatividad de Galileo y cuál su importancia en el proceso de afianzamiento del Copernicanismo o el impacto que tuvo sobre el pensamiento de la época la unificación conseguida por Newton con su teoría de la Gravitación Universal?

¿Puede resultar extraño, entonces, que todo este conocimiento, del que parecen poder prescindir historiadores y filósofos, apenas forme parte del bagaje cultural del ciudadano medio y que a éste le resulten totalmente ajenos los modos de pensar en ciencia?

La ciencia, su importancia en la Historia, la historia de la ciencia en suma parece ser una parte prescindible de la historia universal. Y, sin embargo, ¿quién, en su sano juicio, dejará de reconocer el papel que la química jugó a lo largo del siglo XIX como factor esencial en el desarrollo económico y, por ello, social y político de la civilización occidental?, ¿negará alguien la mutación cultural que supuso la Teoría de la Evolución darviniana?, ¿sería comprensible nuestro mundo sin la energía eléctrica o sin la revolución que supuso la escisión del átomo?, ¿se entendería nuestra civilización sin los ordenadores?, ¿sería posible desconocer las implicaciones económicas y éticas que se desprenden de los avances en ingeniería genética?

Esta percepción que trato de trasmitirles aparece recogida en el documento INFORME DE LA ALLEA (ALL EUROPEAN ACADEMIES) sobre El papel de la Historia de la Ciencia en la educación Universitaria:

La historia de la ciencia es una parte olvidada, en forma inexplicable, de la historia universal (…) Se ha considerado natural el que la historia militar, la historia de la economía y otras partes de la historia, como la historia del arte, de la literatura, de la música, etc., forman parte de la historia universal y como tales han sido incluidas en el currículo de la enseñanza universitaria. No es éste el caso de la historia de la ciencia.

Nadie discute, desde luego yo no lo hago, que todas estas historias sean estudiadas no sólo en la Universidad sino también en la Secundaria porque deben formar parte de nuestra cultura, o si hemos de hacer caso a los paladines de la defensa de la educación humanística, de la Cultura (¡con mayúsculas!) pero no deja de sorprender el silencio que guardan en relación a la historia de la ciencia.

¿Cuáles son las razones de este olvido y de este silencio?

· Sin duda en ello ha jugado un papel importante el escaso interés que los propios científicos, al margen de honrosas excepciones, han mostrado por la propia historia de sus disciplinas, de tal modo que en muy pocas ocasiones se han creado cátedras desde las que impulsar la investigación en historia de la ciencia y su paralela inclusión como materia reglada en los currículos de las diversas carreras universitarias o se ha potenciado la formación de grupos de presión que trasladen a la opinión pública el contenido y la importancia cultural de su quehacer, divulgando la ciencia. Podríamos atribuir esta actitud de escaso interés por la historia de la ciencia al hecho de que toda obra científica –a diferencia de lo que sucede, por ejemplo, con la obra literaria– es, por su propia naturaleza, perecedera, pues no en vano gran parte del conocimiento científico se construye negando, borrando, el saber previo: su historia sería pues un inventario de fracasos y como tal de escaso interés desde la perspectiva de la ciencia.

No desearía transmitir la impresión de que los científicos no hayan sentido, en ningún momento, interés por la historia de sus disciplinas o por la historia de la ciencia en general, pero sí es cierto que la preocupación ha sido minoritaria porque lo importante para ellos ha sido dejar su impronta en la ciencia, convirtiéndose en agentes de la historia más que en observadores de la misma.

Hacíamos mención, al inicio de esta charla, de la mínima atención que se le prestaba a la ciencia en los textos de historia; queremos aquí señalar que, en los textos de ciencia, tampoco se presta la atención debida tanto al papel que la historia en general y la historia de las ideas en particular han podido jugar en la elaboración de las teorías científicas, como al proceso de construcción de las diversas teorías científicas que, en estas exposiciones, parecen haber surgido ex nihilo.

El estudio de las disciplinas científicas, tal y como se contempla en los programas académicos en la actualidad presenta una serie de graves inconvenientes que ahondan la escisión cultural de la que nos estamos ocupando:

a) En primer lugar la desconexión entre materias que obliga al alumnado a tratar éstas como si fueran unidades aisladas en sí mismas. El saber aparece así desvertebrado y atomizado ante la mente del estudiante sin que éste tenga, en ningún momento, la oportunidad de entrever una visión global o de conjunto. A través de esta percepción, su intelecto se va organizando en parcelas autónomas, carentes de la necesaria conexión y relación. La disciplinariedad se convierte así en un hábito deformado de entender la cultura y la realidad aparece carente de coherencia y sentido global. Es lo que se denomina el cierre de la mente moderna caracterizado por la incapacidad para trascender el aislamiento y las particularidades disciplinarias.

b) El segundo de los inconvenientes proviene de la tendencia a convertir las ciencias en simples saberes operativos. El carácter funcional y práctico que el saber científico tiene en nuestras sociedades pivota sobre la operatividad del mismo y, en correlación con ello, el profesor tiende a que el alumno aprenda primariamente a operar y formular y sólo secundariamente a comprender. Las consecuencias inmediatas de tal quehacer generan en los estudiantes una carencia de flexibilidad y de profundidad reflexiva y una abundancia de mecanización y memorización, cuyo resultado último es la pérdida del sentido del aprendizaje. Si en el supuesto del apartado anterior el alumnado pierde el sentido al carecer de una perspectiva global, aquí lo pierde al carecer de los mecanismos de comprensión y explicación para su hacer. Se convierte de este modo en un mero peón de resolución de problemas concretos. Se ahonda aún más el cierre de su mente.

c) El tercero es que, si bien explícitamente no se enseña la historia de la ciencia como tal, implícitamente aflora a través de los distintos contenidos y lo hace, en la mayor parte de las ocasiones, de forma inconexa y errada. Se transmiten así visiones deformadas difíciles de erradicar posteriormente y que acaban consolidándose como estereotipos o concepciones ideológicas alienantes.

El carácter dado, formalizado y terminal con el que es presentado el corpus científico, junto a los atributos de certeza y objetividad atribuidos a la ciencia, configuran ésta como algo absoluto y cerrado. Prestigio, verdad y objetividad se convierten en rasgos de una creencia que fácilmente desliza hacia el dogmatismo. La ciencia se transforma así en un sustitutivo de las religiones en las sociedades tecnificadas.

La parcelación de los conocimientos, la ausencia de inteligibilidad y de sentido y esa perspectiva deformada coadyuvan a impedir que el alumno adquiera una visión clara y comprensible de lo que es una ciencia. Una de las consecuencias más evidentes de tal impotencia es el enorme auge y crecimiento, en nuestros días y especialmente entre la juventud, de las creencias en las pseudociencias, los fenómenos paranormales, la magia y el ocultismo. La mente del alumno busca explicaciones de conjunto a preguntas que son explicables desde la ciencia pero que habitualmente no se abordan. La formalización y el mecanicismo no satisfacen la inquietud de los jóvenes. Sólo una intelección viva, dinámica, cualitativa e imaginativa puede frenar el rápido avance de aquéllas.

· Por otra parte, desde el campo de la Filosofía y la Historia, y por causas que tienen que ver tanto con el centro de interés de cada una de estas grandes disciplinas, con las dificultades intrínsecas de la propia materia científica como con la deficiente formación que, historiadores y filósofos, reciben en ciencia, ha acabado asumiéndose que:

[...] El lenguaje ordinario falla siempre, en alguna medida, cuando intenta dar cuenta de los hallazgos de la ciencia. En física, la medida de esta incapacidad crece abruptamente entre Carnot y Helmholz o entre Faraday y Maxwell. Después de mediados del siglo XIX ese crecimiento se hace exponencial y provoca la catástrofe de comunicación que, por todos lados, hace opaco el quehacer científico moderno […].

 

Se ha acabado así aceptando, de modo acrítico, que la ciencia es sólo cuestión de los científicos.

No resulta, pues, extraño que historiadores y filósofos –a los que se ha venido considerando durante excesivo tiempo como mandarines de la cultura– hayan hecho suya esta conclusión de Gillespie y marginen, con las excepciones de rigor, a la ciencia en sus exposiciones históricas y filosóficas.

Han olvidado así que la noción de cultura no tiene perfiles nítidos, ni puede definirse sin tener en cuenta que posee historia y que esa escisión entre humanidades y ciencia, que ellos asumen como algo dado, no existió siempre.

En consecuencia, como señala el Informe al que antes hemos hecho alusión:

El enorme valor educacional de la historia de la ciencia no es percibido como tal por las comunidades universitarias objetivamente más próximas a ella. Los científicos, en general, piensan que el pasado tiene escaso valor para el futuro, los filósofos no sienten especial interés por la ciencia natural ni por su lenguaje específico y los historiadores, próximos también a los filósofos en ese desinterés, se han mantenido ajenos al hecho de que la ciencia tiene una dimensión humana que corre paralela a su aparente inhumanidad, que es parte significativa de la historia humana y no solo un esfuerzo por desvelar aspectos no humanos y no históricos de la realidad.


Vamos, sin embargo, a incluir a continuación algunas de las razones que, repetidas más a menudo, aparecen entrecruzadas, con mayor o menor énfasis, en la argumentación de aquellos autores que sí consideran necesario convencer a los escépticos y contumaces de la necesidad de estudiar y desarrollar la historia de la ciencia.

a) La historia de la ciencia, cuando está correctamente enfocada, puede tener efectos benéficos sobre la ciencia de nuestros días. Conocer aquélla ayudaría a hacer una ciencia mejor.

b) La historia de la ciencia proporciona material al examen crítico que la ciencia hace de sí misma: aumenta la valoración de lo que ahora poseemos, cuando reconocemos las dificultades que costó adquirirlo.

c) La historia de la ciencia desempeña una importantísima función como fondo para otros estudios metacientíficos, tales como la filosofía y la sociología de la ciencia.

d) La historia de la ciencia puede desempeñar una importante función didáctica al demostrar la verdadera naturaleza del conocimiento científico.

e) La historia de la ciencia al reflejar la situación de la ciencia como el centro de la evolución humana y su meta más alta, serviría para restaurar los rasgos verdaderamente humanos del retrato de la ciencia y actuaría como puente a la laguna existente entre la ciencia y las humanidades, demostrando cómo las ciencias naturales forman parte del humanismo de nuestro tiempo.

Quisiera detenerme en otra cuestión que dificulta la tarea de difusión de la ciencia y su historia y por ello el acercamiento de estas al gran público. Me estoy refiriendo al escaso eco que estas materias en cuentran en los medios de comunicación.

Yo mismo, a lo largo del periodo en que he estado promocionando el libro con el título "Historia de la Ciencia" me he encontrado con periodistas, locutores de radio o televisión que manifiestan de forma directa y sin rubor alguno el desconocimiento que tienen sobre el asunto y me han pedido que me autoentreviste: quizás en esta época en lo que todo el mundo parece saber todo de todo este reconocimiento haya que valorarlo pero, por otra parte, no hace sino corroborar cuanto hemos argumentado con anterioridad. La ciencia, ciertamente, no forma parte de la cultura.

El resultado final que esta breve cata sobre la actitud académica de científicos, filósofos e historiadores pone de manifiesto, no es otro que la ausencia de esta materia en el nivel universitario; ausencia que tiene repercusiones obvias, tanto sobre aquellos que ahí hemos estudiado, pasando más tarde a enseñar Ciencias, Filosofía, Historia, etc., (porque difícilmente puede enseñarse aquello que se desconoce) o a investigar en Historia, como sobre los textos que manejamos y utilizamos en cualquiera de los niveles educativos y en estas disciplinas, escritos habitualmente por personas para las que la Historia de la Ciencia carece de entidad .

Pese a que la argumentación que hemos desarrollado a lo largo del artículo deja bien claro nuestro alineamiento con los que sostienen que no hay necesidad de justificaciones pragmáticas para la historia de la ciencia, porque en cuanto factor importante del desarrollo cultural y social en general, la ciencia tendrá que llamar, naturalmente, la atención del historiador del mismo modo que, por ejemplo, la religión y la economía. Es más, como posiblemente la ciencia ha constituido incluso el factor de mayor importancia en el desarrollo de la sociedad moderna, se requerirá cada vez con mayor urgencia para entender nuestro mundo una comprensión de la historia de la ciencia.

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